Todos somos bichos

La llegada de la pandemia a nuestro país, allá por ese tercer mes del año de cuyo nombre no quiero acordarme, puso de manifiesto que España estaba enferma mucho antes de que el virus tuviese a bien visitarla. Un ser diminuto nos encerró en nuestras casas y nos obligó a convivir veinticuatro horas con los nuestros, a vivir en la angustia de lo incierto y, en muchos casos, a cerrar nuestros negocios o incluso a reinventar nuestras profesiones. La vida se puso turbia, aburrida, pesada, misteriosa y aplastante. 
Más allá de la “ilusión” o del nerviosismo inicial generado por la incertidumbre, tuvimos que aprender a marchas forzadas a vivir con la estresante persecución de un monstruo, con los demás y con nosotros mismos. Lo que en un principio podía convertirse en una oportunidad para regresar a esa vida pequeña de nuestros ancestros, carente de tantas necesidades y con las miras mucho más cortas; se transformó en tiempo muerto.
Han pasado siete meses y, resulta lamentable, observar cómo no hemos aprendido nada de una de las experiencias más traumáticas por las que ha atravesado el ser humano desde mediados del siglo pasado. Nos consolamos diciendo que esto es una guerra diferente. Hemos aprendido la teoría a la perfección. Soltamos el rollo a quien lo quiera oír, nos lamentamos y hasta lloramos de impotencia por las esquinas mientras somos integrantes de un mundo obligado a vivir a medio gas. Pero eso es todo.  Somos bichos controlados por otro mucho mayor y mucho más pernicioso, al que no le viene en gana abandonarnos y que, día a día, se nos muestra en cueros… Pero él no es el culpable de que el planeta esté así. Mucho antes de que llegase, aquí ya había una hambruna que no tocaba a los países ricos, multitud de enfermedades que deshacían a los más desfavorecidos de los seis continentes e injusticias varias contra ciertos colectivos.
El coronavirus simplemente nos bajó los humos y nos igualó, mientras nos  advirtió de que todos éramos iguales y de que nadie era más que nadie. Nos agazapó sin distinción de sexo, raza ni religión. Metió a cada cual a patadas en sus jaulas y parecía divertirse, al tiempo que mostraba  los dientes llevándose a algunos amigos y a muchos conocidos. Nos dijo basta sin utilizar la voz y, seguramente, está esperando paciente a que aprendamos algo. Pero el ser humano es tendente a olvidar y, en general, ante las dificultades solamente vive para trampear, para salir del paso utilizando las argucias necesarias en cada momento y para tratar de lograr que lo suyo no se hunda. Nada importa el resto. Ante la mínima buena noticia, atrás queda el miedo. 
Mientras, los jóvenes continúan desmadrándose, los viejos angustiándose, los empresarios tirando de ahorros ante la caída del consumo por falta de empleo, o por culpa del miedo o de las restricciones. Las carreteras están rotas, miles de negocios echan el cierre, los organismos oficiales prometen lo que no pueden dar, los medios de comunicación inclinan la balanza hacia el mejor postor, la sanidad hace cola, los funcionarios se agazapan detrás de mostradores con mamparas, los ciudadanos de a pie tratan de resolver sus vidas previa cita, los niños se pelean con unos ordenadores que no todos pueden tener, los ocupas roban los ahorros que en forma de casa y –a base de esfuerzo– otros consiguieron, los políticos se tiran piedras en lugar de aunar sus fuerzas, y el resto continúa echando la culpa de sus miserias a un bicho que les permite seguir viviendo de perfil mientras buscan falsas treguas o incluso alianzas con aquellos que en otro tiempo les importunaban… Y todavía nos atrevemos a decir que la culpa de todo la tiene el coronavirus.

Todos somos bichos

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