El afán de conocer, que es connatural a todo ser humano, necesita el alimento de las ideas. Cuando éstas faltan, la persona se siente huérfana y desorientada, o, lo que es lo mismo, a merced de las ideas que tengan, propaguen o impongan los demás.
Por los sentidos percibimos “como son las cosas”; por las ideas sabemos “lo que son las cosas”. La idea es una abstracción de la realidad. Por ello es necesario conocer la complejidad y multiplicidad de ésta y de ahí alcanzar intelectivamente la unidad conceptual que la delimite, defina y comprenda.
Es cierto que “fabricar” o tener ideas no es tarea fácil ni está al alcance de cualquier persona, pero carecer de ellas es un vacío que suele llenarse con las que recibimos y tratan de inculcarnos las demás personas. Si es malo depender de lo que piensen los demás, es todavía peor sustituir la falta de ideas por la primera “ocurrencia” que tengamos y nos dispongamos a expresar o poner en práctica. No basta ser conscientes de “que lo decimos”, sino también de “lo que decimos”.
La ocurrencia es la trampa de la que se valen los políticos cuando no se les “ocurre” otra cosa mejor. En estos casos, nada mejor que “salirse por la tangente”, es decir, cuando no se tienen ideas que expresar para debatir o convencer se trata de esquivar o eludir el tema por no tener el conocimiento necesario para desarrollarlo.
Ocurrencia, según el Diccionario de la Real Academia, es “idea inesperada de hacer o pensar algo”. Realmente la expresión “idea inesperada” no es muy afortunada, pues toda idea es fruto de la reflexión y ésta puede ser acertada o no, pero nunca “inesperada”.
La ocurrencia se refiere a algo nuevo y espontáneo que se aparta del discurrir natural de las ideas y acontecimientos. Se relaciona más con el ingenio que con el genio; más con la inventiva que con el razonamiento discursivo. En política, sirve, como se dice vulgarmente, para “salir del paso” y eludir una situación comprometida.
Distinta de la ocurrencia es la opinión o conocimiento que no nos ofrece certeza absoluta y que los filósofos griegos llamaron “doxa”, frente a “episteme”, que era el “conocimiento justificado como verdad”.
Por último, Nietzsche, en su obra “Opiniones y sentencias”, defiende el conocimiento más allá de las apariencias, las mistificaciones y la falsificación de la verdad.