La escritora Karen Armstrong, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, afirma, de manera categórica, que “el culto nacionalista ha suplantada a la religión” y que “el nacionalismo es excluyente y deja fuera a mucha gente por razones étnicas, culturales y lingüísticas”, para terminar reconociendo que “no podemos negar a estas alturas el mundo global en el que vivimos”.
El diagnóstico anterior del nacionalismo apunta a su propia esencia, pues si en la religión se habla del pueblo elegido y de los favorecidos por la “gracia” y los “réprobos”, no puede extrañarnos que al separatismo y al nacionalismo, supremacistas y xenófobos, se les pueda considerar como una nueva religión, xenófoba e identitaria, donde sólo existen los “nuestros” y los “otros” pero nunca el “nosotros”; en definitiva, puro racismo, en el que sólo se salvan los nuestros y se condena a los demás.
Para los nacionalistas, la única “Tierra Prometida” es la suya y, además, quienes no piensen como ellos son estigmatizados y deben ser desterrados o excluidos. Promueve y fomenta el victimismo para justificar su mesianismo y ser el redentor del pueblo oprimido. No cabe duda de que el supremacismo se apoya en el menosprecio y sometimiento de los demás.
En el sistema nacionalista no cabe nunca un proyecto de vida en común, pues la segregación racial, lingüística y cultural es el santo y seña de su romántica y esperpéntica “ingeniería social”.
Su fuerza y constante aparición y reaparición se consiguen por el “adoctrinamiento sistemático” y la “manipulación de las conciencias”. Su fuerza pasional, mitológica y rodeada de cierto aura romántica se nutre de la mitología hecha historia; de las realidades paralelas; del atavismo de un tiempo pasado perdido o arrebatado; en una palabra, de generar un enemigo real o supuesto para justificar la tensión interna y la cohesión hacia el exterior.
El historiador nacionalista catalán, Agustí Alcoberro, es un ejemplo de manipulación histórica típica del credo separatista, cuando afirma que “Cataluña fue una entidad política independiente, incluso antes de la Prehistoria”. Este es el caso más sorprendente de atavismo en el que incurre el separatismo catalán.
El pensamiento nacionalista defiende una auténtica “política tribal”, contraria al espíritu abierto, cosmopolita e internacional propios del espíritu libre y progresista de la humanidad.
El nacionalismo no reconoce al discrepante o disidente, ni siquiera al adversario político. Su tesis coincide con la de Carl Schmitt para el que, la esencia de la política consiste en el dilema amigo-enemigo, considerando a este último como todo aquel que defiende o sostiene distinta posición.
El nacionalismo ignora o repudia la voluntad de compartir o convivir, pues es, esencialmente, exclusivo y excluyente. Para el nacionalismo, el “otro” es siempre el “enemigo”. Por eso, su subsistencia se basa más en el carácter reactivo que proactivo de su pensamiento supremacista y xenófobo.