n reciente estudio de la Fundación BBVA presenta un resultado manifiestamente adverso hacia la clase política, revelando que el 82% de los españoles cree que los políticos dedican más tiempo a sus propios intereses que a los intereses de la sociedad y que la percepción de la corrupción es generalizada.
Esas dos conclusiones tan desfavorables para la clase política española, sólo superada por Italia de entre los restantes países de la Unión Europea, nos confirma y demuestra porqué los ciudadanos le dan la espalda a sus políticos y les acusan de no representarlos ni hacerse eco de sus problemas y necesidades, guiándose, exclusivamente, por su egoísmo y afán de poder.
En vez de ser los políticos “los clientes de los ciudadanos”, como decía Locke, son los políticos los que usan a los ciudadanos como sus clientes.
Esa actitud es contraria a lo que, como dijo Mirabeau, “el gobierno no se ha hecho para la comodidad y el placer de los gobernantes”.
La posición anterior convierte a la política “en el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos”, como ya nos había advertido Louis Dumur. Ya el citado Locke reconocía que “en todas las épocas ha perturbado a la humanidad no el poder en el mundo, sino quién debe tenerlo”.
La verdadera motivación del político es el poder y su única manera de conservarlo, una vez obtenido, es saber “cómo conseguir que nos reelijan”, decía Jean Claude Juncker.
Servirse de los demás y no servir a los demás es la mayor traición del político a sus seguidores y a la sociedad.
En cuanto a la corrupción, conviene dejar claro que el poder no corrompe pero sí los que lo ejercen, pues consiste en el mal uso o abuso público del mismo para obtener una ventaja ilegítima.
Sayed y Bruce definen la corrupción “como el mal uso o el abuso del poder público para beneficio personal y privado”. Es, en definitiva, la apropiación del poder público para fines privados.
La condena de la corrupción la formuló, de modo categórico, Cicerón al afirmar que “servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable”.
El escritor norteamericano John Steinbeck puntualiza que “el poder no corrompe. El miedo corrompe, tal vez, el miedo a perder el poder”.
La frase, tantas veces citada de Lord Acton, de que “el poder tiende a corromper y que el poder absoluto corrompe absolutamente” debe interpretarse en el sentido que le da su autor, es decir, que el poder no corrompe necesariamente pero tiende o propicia que se produzca la corrupción.