Lo que no se les puede negar a los negacionistas es el espíritu práctico tan grande que tienen: sabedores de que lo mejor para no ver es cerrar los ojos, no lo dudan un momento, y los cierran. Nada habría que reprocharles por ello si no fuera porque ese sentido tan práctico contribuye poderosamente a que también los cierren, pero para siempre, aquellos a los que derriba el coronavirus y que no querían cerrarlos por nada del mundo. A los negacionistas les falta, lisa y llanamente, un hervor.
O varios hervores: el del sentido común, el de la madurez, el de la capacidad para asimilar la frustración, el de la conciencia cívica, pero el hervor que les falta más indispensable en el guiso de la vida, el que cuya falta causa más perplejidad, es el del instinto de conservación, que suele aflorar y activarse automáticamente en las criaturas de cualquier especie ante una amenaza cierta. O dicho de otro modo: pues el hecho de cerrar los ojos no conjura la amenaza del contagio, ni la aleja, ni la despoja de realidad, ¿qué mierda de sentido práctico tiene esa gente?
El respeto a los demás pasa por no respetar en absoluto aquello que falta al respeto a los demás precisamente, y más cuando se le falta poniendo en riesgo su salud y su vida. Tal es el caso de los negacionistas, a los que no sé por qué se les obsequia con una tolerancia que no sólo no merecen, sino que es tan lesiva para el conjunto de la sociedad, sobre todo para la parte más vulnerable de ella. Su ceguera es respetable en lo que tiene de suicida, pero no en su extensión homicida.
Uno puede negar lo que le dé la gana, el coronavirus, la vacuna, pero para sus adentros, y no, en modo alguno, para sus afueras, por donde transitan las personas con sus hervores completos y su correspondiente amor a la vida y a conservarla.
En estos días se vienen produciendo manifestaciones y algaradas tumultuarias, a menudo violentas, de los negacionistas, y aterra pensar que esa gente vota. Vaya que si vota. Son negacionistas, no abstencionistas, y si la salud pública corre peligro con ellos, la democracia corre más peligro todavía.
Sus hostigamientos y agresiones a los periodistas que cubren sus aquelarres desvelan sus querencias y lo crudo de su potaje porque le falta el hervor.