En un tiempo no lejano éramos más felices de lo que imaginábamos. Nos enfadaban los atascos, nos molestaba hacer cola para pagar o que el coche se averiase y no impidiera hacer el plan previsto. Así éramos hasta que llegó la pandemia y, confinados en casa, muchos relativizamos esas contrariedades. En realidad, eran tan pequeñas, tan ridículas, que casi daba vergüenza reconocer que tuvieran semejante influencia sobre nuestro ánimo.
Ha pasado más de un año y todavía estamos inmersos en la lucha contra el virus que, lejos de abandonarnos, juega con nosotros con sus sucesivas mutaciones. Ahora es la Delta y ahí está, acechando, el nuevo disfraz que se llama Lambda. Es, ciertamente, una pesadilla aminorada por las vacunas, pero pesadilla al fin y al cabo. Ahora estamos en la fase en la que, poco a poco, se va imponiendo la tesis de que hay que convivir con el virus. Y es que no queda más remedio porque la alternativa es el encierro, la parálisis, la soledad insoportable para muchísimos ciudadanos. Hay que convivir con el virus; es decir, con la dificultad y es en este punto en el que surgen debates que a muchos, después de lo vivido, nos resultan sorprendentes.
Como el debate sobre el certificado COVID y que éste se plantee desde la libertad y su amenaza y no desde los beneficios que ofrece. Igualmente, es sorprendente el debate sobre la vacunación a quienes se niegan a vacunarse. Otro tanto sucede con las mascarillas. Ahora bien, ¿no sería más lógico abordar estos debates desde la perspectiva que la lucha contra la pandemia ofrece? Una perspectiva que exige sacrificios, que exige reciedumbre y no perder el tiempo en esterilidades retóricas, como esas que afirman que es estigmatizar a los jóvenes por señalar que las fiestas innecesarias y los botellones son, también, responsables de la situación actual de la pandemia.
¿Qué más tiene que ocurrir para que todos seamos capaces de renunciar a una pizca de libertad en cuestiones mínimas? Estamos banalizando el maravilloso logro y don de la libertad. La libertad es algo que merece la pena compartir, aunque ello suponga pequeños y absurdos recortes en la libertad personal. Libertad sin responsabilidad, sin empatía, sin compasión, sin sentir cómo amigos, padres, hermanos, maridos e hijos a aquellos ciudadanos desconocidos para nosotros pero que siguen muriendo en soledad en los hospitales, no es libertad. Es egoísmo, insolidaridad, irresponsabilidad.
Aquellos que creen que el certificado COVID para entrar en una discoteca o en un restaurante es un atentado calamitoso sobre la libertad individual, tendrían que darse un paseo por los muchos países pobres que aún quedan en el mundo o por las dictaduras que aún existen.