Medio siglo después, el eco del dolor sigue presente en A Coruña. El 13 de septiembre de 1974, un atentado de ETA en la cafetería Rolando en pleno centro de Madrid dejó una marca indeleble en la ciudad herculina y se llevó la vida de Baldomero Barral Fernández y María Josefina Pérez Martínez, un joven matrimonio coruñés que dejó dos hijos huérfanos. Son víctimas olvidadas, no solo por la falta de una red de apoyo para su familia, sino porque fue un atentado amnistiado y sus autores nunca pagaron.
El atentado en el número 2 de la calle del Correo, el primero indiscriminado de la banda terrorista, tenía como objetivo a los policías que acudían a diario a la céntrica cafetería, muy cercana a la Dirección General de Seguridad (DGS), en la Puerta del Sol. Sin embargo, solo una de las víctimas lo era –Félix Ayuso Pinel–. Junto a él, se fueron las vidas de doce civiles en una matanza que ETA intentó olvidar durante más de 40 años. Once personas murieron en el acto y las dos restantes, horas o años después a raíz de las secuelas de la explosión que también dejó más de 70 heridos. Así lo cuentan los historiadores Gaizka Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza Escudero en el libro ‘Dinamita, tuercas y mentiras’, que se presenta hoy en Madrid con motivo del 50 aniversario del atentado.
El azar llevó a Baldomero Barral y María Josefina Pérez a elegir aquella cafetería para comer a las 14.30 horas de un viernes 13. Tenían 24 y 21 años, respectivamente, y estaban de luna de miel. Ese día hace 50 años, se sentaron en una de las mesas del comedor del local. En el mismo, Bernard Oyarzabal Bidegorri y María Lourdes Cristóbal Elorga entraron con una bolsa que después abandonarían en la misma sala. Contenía quince kilos de goma-2 y mil tuercas hexagonales de dos centímetros que hicieron volar por los aires la cafetería. La explosión alcanzó al joven matrimonio y puso fin a unas vidas que acababan de empezar.
A finales de los años 60 e inicios de los 70, Baldomero Barral, Mero, nacido en la calle Varela Silvari, era un icono del deporte local. Eran los tiempos en el que el boxeo era el segundo deporte por seguimiento en España. Baldomero, que debutó en 1968 como profesional, llegó a ser campeón gallego de los pesos pluma y ligero. Su carrera fue breve: dejó un récord de diez victorias, tres derrotas y tres nulos en 16 peleas. El 13 de noviembre de 1971 se retiró tras un combate nulo contra Cristobal García, en el Palacio de los Deportes de A Coruña. Había llegado el momento de sacar adelante a la familia que formó con María Josefina Pérez, Chicha, residente en los Arcones de Orillamar y trabajadora de la mercería Elvira. Él tenía 20 años y ella 17 cuando se casaron el 3 de octubre de 1970. El primero de sus hijos, Ramón, venía en camino. El segundo, Baldomero como su padre y también conocido como Mero, nacería en abril de 1974.
La suerte de la familia cambió el 25 de febrero de 1973. Baldomero, su hermano y los otros tres miembros de la peña quinielística ‘Los Cinco Cicutas’, formada por cinco trabajadores de la Panadería Santa Margarita, acertaron una quiniela de 14, de la que formó parte una inesperada victoria del Dépor en Mestalla con gol de Beci. El mérito fue del boxeador, que rellenó el boleto. Su mujer se encargó de sellarlo en María Pita. Cada uno de los peñistas recibió 2.249.451 pesetas.
“Con el dinero de la quiniela, mis padres compraron un piso y montaron una confitería”, detalla a El Ideal Gallego el hijo pequeño del matrimonio, Mero Barral. Gracias al premio se compraron un piso en la calle Padre Rosendo Salvado, en Monte Alto, y abrieron la Confitería Los Ángeles, en el número 60 de la avenida de Hércules. “Me han contado que cuando cerraban, a última hora de la tarde, mi madre repartía entre los vecinos los pasteles y las tartas que habían sobrado”, recuerda Mero, nacido en 1974.
Con los ahorros proporcionados por la quiniela y el negocio, decidieron hacer el viaje de novios que no habían tenido tras su boda. El martes 10 de septiembre partieron en tren (coche-cama) hacia Madrid. El miércoles llegaron, y visitaron sitios típicos: seguramente se tomaron ese día sus últimas fotos, en el Retiro y delante del Museo del Prado. El jueves se fueron de compras. Por casualidad del destino, cambiaron una visita a Aranjuez por el centro de Madrid el viernes 13.
Ramón, que entonces tenía tres años y medio, y Mero, de cuatro meses, se quedaron con su abuela materna, Fina, que por entonces vivía en el Reino Unido. El 13 de septiembre sucede la tragedia. La abuela no solo perdió a una hija y a su yerno, sino que se volvió a convertir en madre y se quedó en Galicia para sacar adelante a sus nietos mientras su marido, Pepe, seguía trabajando en Inglaterra para mandar todo el dinero que podía. Al mes siguiente del atentado, el 19 de octubre de 1974, los abuelos maternos se casaron, ceremonia en la que ella vistió de luto. “Era un requisito imprescindible para poder tener nuestra custodia”, dice Mero de él y su hermano mayor. “Mis abuelos fueron mis padres”, añade.
El de Baldomero Barral fue el primero de los cuerpos que recogieron los bomberos y fue trasladado directamente al Instituto Anatómico Forense. Su mujer “debió salir con vida de Rolando, pero ingresó cadáver en la Ciudad Sanitaria Francisco Franco”, indica la historiadora Escauriaza. En su dedo, había una alianza con una inscripción: “Mero. 3.10.70”. Gracias a ella y al bolso que encontraron con el libro de familia entre los escombros del restaurante pudieron ser identificados. “Debían de estar muy cerca del artefacto por el tipo de heridas que tenían. A María Josefina le alcanzó una de las tuercas. Si te alcanza la metralla, no puedes estar muy lejos”, explica.
Los cuerpos llegaron a la ciudad el 17 de septiembre. Miles de coruñeses arroparon a la familia en la capilla ardiente en la Ciudad Sanitaria de la Seguridad Social, en el entierro y en el funeral, pagado por el Ayuntamiento, en la iglesia de San Jorge. Contó con todo tipo de representación institucional y social.
España no estaba preparada. Escauriaza explica que entonces no existía una red de apoyo y las víctimas fueron olvidadas durante muchos años y pasaron penurias económicas. Salieron adelante como pudieron, sin atención psicológica y con una compensación económica muy tardía, a finales de los 90.
“La indemnización llegó cuando mis abuelos habían muerto. No pudimos disfrutar de mi abuelo, los cuatro juntos, porque él tuvo que seguir en Inglaterra. Por eso digo que ETA mató a mis padres, y después el Estado dejó morir a mis abuelos”, sentencia Mero. El pequeño de la pareja coruñesa añade que ni siquiera cobraron esa indemnización entera: “Solo recibimos una parte y nunca nos darán el resto porque tiene que haber sentencia y, en este caso, nunca la habrá”.
ETA no reconoció el atentado hasta su disolución en 2018. Tras el ataque, tardó más de 30 días en pronunciarse y apuntó entonces a la ultraderecha y a la dictadura. El motivo: la matanza indiscriminada de civiles provocó una escisión en una banda ya en crisis.
Algunos lo consideraban un fracaso. Otros, un éxito. Es el caso de Genoveva (Eva) Forest, esposa del dramaturgo Alfonso Sastre, a la que se considera autora intelectual del atentado junto al frente militar de ETA. Forest, entonces enlace de la banda terrorista en Madrid, fue la que eligió la cafetería Rolando y llevó a cabo toda la logística en la capital para facilitar el ataque. “Sin ella, ETA no podría golpear Madrid”, asegura Escauriaza.
En la madrugada del 5 al 6 de julio de 1974, tres miembros de ETA llegaron a Madrid con el objetivo de ver si era viable un atentado en Rolando. Eran José María Arruabarrena, alias ‘Tanque’; Faustino Estanislao, ‘Chapu’; y José Manuel Galarraga, ‘Potxolo’. Se reunieron con Eva Forest en el local situado al lado de la DGS. Tras comer en el establecimiento, ‘Tanque’ apuntó en una libreta “Rolando. 2.15-2.45”, haciendo alusión a la hora con más afluencia.
“Buscaban hacer el mayor daño posible. Eso te lo dice que compran mil tuercas y las ponen como metralla y colocan la bomba en el comedor en hora punta”, indica Escauriaza.
El enlace de ETA fue la encargada de alojar a Bernard Oyarzabal y María Lourdes Cristóbal el 13 de septiembre. Los recogió en la estación de tren, les dio cobijo en uno de las viviendas que la banda tenía en la capital y los escondió días después del ataque para que pudieran escapar al sur de Francia. Allí han vivido desde entonces sin pedir perdón. Pese a que las autoridades conocían sus nombres y llegaron a pedir una extradición a Francia, la ley de amnistía de 1977 hizo que no llegasen ni a ser juzgados. “Han llevado una vida absolutamente normal y sin ningún tipo de consecuencia”, asegura Escauriaza.
“Al ser un atentado amnistiado, eso añade una capa más de olvido. No existió un juicio y nadie ha sido condenado. Es como si ese delito no hubiese pasado”, lamenta la historiadora. “El daño que hace ETA no se queda solo en el atentado. Perdura en el tiempo porque esas personas siguen vivas y siguen llorando por ello. Tienen derecho a esa memoria”, concluye una de las autoras de ‘Dinamita, tuercas y mentiras’.
La generosidad de una familia a distancia |
La vida de los padres de María Josefina Pérez Martínez es una historia de generosidad. "Mi abuela –Fina– estaba completamente destrozada, pero su gasolina éramos nosotros. Se tuvo que separar físicamente de su marido, de pronto tienes un nuevo bebé y un niño de tres años... Una persona sola, con pocos recursos...”, cuenta Mero Barral en ‘Dinamita, tuercas y mentiras’. El matrimonio vivió separado el resto de su vida, salvo la vez al año que Pepe –el abuelo– viajaba a Galicia. “Mi abuelo solo podía venir 20 días al año y un año ni siquiera eso”, lamenta el hijo pequeño de la pareja coruñesa. Fina cumplió la promesa que le hizo a su hija, que antes de partir a Madrid, según recoge el libro, le pidió: “Mamaíña, si pasa algo, no abandones a los niños. Cuídalos”. |