Entre los hechos que más marcan la vida de Picasso está, sin duda y seguramente en primer lugar en orden cronológico, la muerte de su hermana Conchita el 10 de enero de 1895 en A Coruña. Es un momento crucial en su biografía artística, pues antes del deceso jura ante Dios no volver a pintar si ella se salva, y que influye poderosamente en su futuro personal, especialmente en lo relativo a su relación con las mujeres y con la muerte.
Vayamos al 8 de enero de 1895. El estado de Conchita, de 7 años, ha alertado a la familia. Avisan a su amigo el doctor Ramón Pérez Costales, presidente fundador del Colegio de Médicos y Farmacéutico coruñés, exministro, ferviente republicano, la persona más notable de la ciudad. Vive en la mansión de enfrente. Sube los cuatro escalones de piedra y los 37 de madera que llevan al segundo piso de Payo Gómez, 14, con toda la agilidad que puede tener un hombre de 62 años. A dos pasos de la puerta principal, Conchita está postrada en la cama de la habitación que comparte con Lola, su hermana mayor. Horrorizado, Costales concluye que tiene difteria. Justo hace unas horas ha pedido por telégrafo la solución a París, un suero antidiftérico, pero la capital francesa está a 1.556 kilómetros de A Coruña.
Él no lo sabe, pero el remedio en realidad está muy cerca: lo tiene en Santiago Miguel Gil Casares, joven doctor en Medicina. Pero esa noticia solo la dan periódicos católicos o monárquicos (‘El Diario de Galicia’, ‘El Pensamiento Galaico’, ‘El Correo Gallego’ y ‘El Lucense’), y el muy republicano y muy ateo Costales no lee ese tipo de prensa. Es este desconocimiento el que le impide manejar esa valiosa información y, por extensión, acaba provocando una muerte que cambia la historia del arte.
Siguiendo el protocolo médico, Costales ordena de inmediato, ese 8 de enero, aislar a la enferma del resto de los ocupantes de la casa. A su vez, estos quedan confinados en la vivienda, pues han tenido contacto previo con la niña. Hay que extremar las precauciones. Todos los habitantes del piso, pero especialmente los pequeños Lola y Pablo por ser los niños la víctima favorita de la difteria, tienen que evitar el contacto con su hermana menor.
El doctor asume que ella está condenada, que con la información que maneja, ignorante de que Gil Casares tiene el suero en Santiago, el pronóstico ha de ser tremendamente sombrío. Sabe que solo queda esperar un milagro. Y eso es lo que pide Pablo. Su hermana ha caído enferma de la temible y devastadora difteria. Decide actuar. Tiene un arrebato de fe: necesidad obliga. Se le ocurre hacer una promesa ante Dios. Un niño de 13 años negociando con el Todopoderoso. Decide ofrecer un sacrificio que entiende como máximo, su muerte artística: «Si ella vive, yo dejo de pintar». ¿Quién da más? Intuye ya que va a ser un genio del arte, que el mundo se perderá algo grande si abandona los pinceles. O simplemente, renuncia a lo que más disfruta en este mundo: pintar.
Tras 48 horas que suponemos atroces, Conchita muere a las cinco de la tarde del 10 de enero de 1895 en la casa de Payo Gómez. Con su mano invisible, la difteria la ha ahogado. Metida en un ataúd, bañada en cal, el cuerpo sin vida de la niña llega en torno a las 22.30 horas a San Amaro, y es trasladado al local que hace las veces de sala de autopsias. Al tiempo, la familia de Conchita reza un responso por la cría en la cercana capilla. Pablo, presente, registra la escena de recogimiento, dolor y fe. Desde una distancia prudencial, mira.
Su memoria fotográfica recoge esa imagen con precisión. Finalizado el oficio religioso, vuelven los Ruiz Picasso a la casa de Payo Gómez. En esta primera noche sin Conchita, Pablo, el futuro Picasso, no se acuesta todavía. Ya es libre para pintar. Había apostado la muerte de su pintura por la vida de la pequeña y, fallecida su hermana, es el arte el que tiene que vivir. Pablo asume su destino: el pacto con Dios se ha cerrado. Ya tiene tema. Ya sabe qué pintará. Necesita una tabla, una paleta y un pincel. Ha llegado el momento de pasar factura a Dios. Toma la madera: por delante pinta el responso; por detrás, data la pieza: “Jueves 10 -- 95 / Coruña”. O sea, jueves 10 de enero de 1895. El día en que cambió la historia del arte, que se habría quedado sin el genio que marcó el siglo XX de haberse salvado Conchita.
A raíz de la muerte de Conchita, su hermano desarrollará un terror atávico a la muerte, tema tabú de conversación en su presencia, “su principal preocupación”, como la define en un libro escrito por él Olivier Widmaier Picasso, nieto del artista. Es, sostiene, lo que le condujo a morir sin hacer testamento pues entendía que era una forma de atraer a la señora de la guadaña. Por extensión, este terror a la muerte le provocará una sempiterna repulsión por la enfermedad, más intensa cuando esta última la sufría una mujer. “La enfermedad, o más bien el miedo a la enfermedad, era desde mucho tiempo atrás una obsesión casi cotidiana. Era un pavor que se remontaba a su infancia, a la muerte de Conchita”, afirma el citado nieto.
John Richardson, uno de los mejores biógrafos del malagueño, comparte esa opinión de que Pablo desarrolló pánico a la enfermedad desde aquel suceso de 1895, y que este se agudizaba cuando las enfermas eran de sexo femenino. Incluso le atribuye la frase “si las mujeres enferman es culpa suya”, como exorcizando su culpabilidad en la muerte de Conchita, pues al parecer en algún momento pensó, en su mentalidad de niño, que sus dudas para mantener su promesa habían causado el fallecimiento de su hermana.
“Esa decisión superior, casi divina, de ejercer su talento como pintor, puede explicar que Pablo se haya sentido designado para cumplir una verdadera misión. ¿Cómo extrañarse entonces de que haya subordinado todo lo demás a su arte, incluidas las personas?”
En la primera parte de su biografía picassiana, Richardson también ve la sombra de esa muerte en su relación con las mujeres: “(...) el arte y la vida de Picasso implican sacrificios consecutivos: el de una mujer tras otra en memoria del sacrificio de Conchita”. El nieto del artista disculpa esa actitud egoísta de su abuelo, ese malvivir que dio a varias de sus mujeres. La justifica por la promesa coruñesa: “Esa decisión superior, casi divina, de ejercer su talento como pintor, puede explicar que Pablo se haya sentido designado para cumplir una verdadera misión. ¿Cómo extrañarse entonces de que haya subordinado todo lo demás a su arte, incluidas las personas?”.