Transcurría a trompicones aquel octubre del año 2007, cuando, atrapado por una inusual melancolía, decidí alquilar un coche para escapar de una Budapest lúgubre y melancólica, con la intención de recorrer Hungría, contando como única compañía, la de mi equipo de fotografía. Los días eran breves en la capital, y los cielos plomizos acampaban con insistencia sobre aquellos edificios vetustos y mustios, mientras la hojarasca se apiñaba en los parques donde viejos nostálgicos de eras pasadas se retaban en partidas de ajedrez rápido donde los gritos y las amenazas eran jaleados por variados grupos de improvisados espectadores.
Yo, aún bastante joven, y todavía amenazado por la saudade propia de las cosas que quedan por vivir, puse distancia pisando el acelerador con aquel torbellino de sensaciones que la ciudad provocaba en mí, en las que se alternaban los días de soledad densa y plomiza, y noches empapadas en una bohemia insana y sin rumbo. Durante aquel viaje por carreteras inhóspitas, bacheadas, estrechas y postsoviéticas por el rural magiar, cuando la prematura oscuridad caía sobre mí, en hostales de carretera o descansando en las cunetas y durmiendo en el asiento de atrás, me dediqué a leer “Todos los hombres del Presidente”.
Mucha gente conoce el título, bastante gente ha visto la película y muy poca ha leído el libro. Y aquel viaje no se me olvidará nunca, entre otra serie de motivos que no vienen al caso, porque la lectura de aquella obra de arte de Woodward y Bernstein me supuso un esfuerzo que se plasmó gráficamente en una libreta entera de anotaciones, apuntes y esquemas para entender la trama, las subtramas, y las relaciones existentes entre los cientos y cientos de personajes que pueblan la narración, que terminan desembocando en la figura principal que justifica tan colosal investigación, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon.
A veces, bajo la luz de una linterna, aparcado a un lado, bajo un árbol próximo a alguna sinuosa carretera de la peor de las muertes, anotaba a boli en aquella libreta, la manera, las peripecias y los equilibrismos que un par de periodistas de escaso bagaje en la profesión, emplearon para situar entre la espada y la pared a uno de los hombres más poderosos sobre la faz de la Tierra, el consejero de Nixon, Charles Colson, en cuyo despacho colgaba un cuadro con una frase que rezaba así: “Si agarras a un hombre por las pelotas, su corazón, su alma y su mente son tuyos”.
Con toda certeza, se aprende más entendiendo ese libro, que pasando cuatro años en facultades en la que, a duras penas, se logra despertar una pequeña llama de responsabilidad y conciencia, en los corazones de cientos de jóvenes llamados a filas con la única misión (vital a día de hoy) de sustentar sobre sus hombros, uno de los pilares básicos cualquier democracia liberal. Por eso, a lo largo de la lectura, la honestidad, la cautela, el compromiso, la eficacia y la pasión con la que ambos periodistas van deshojando la margarita de la corrupción, la forma en la que los editores les paran los pies para consolidar una información, la manera tan inspirada de contrastar los datos para finalmente poder interpretarlos y crear una noticia, resulta hipnótica.
Es un homenaje, una sinfonía, un colosal monumento a la verdad.
En aquel viaje, hice muchas fotos. La soledad y la disponibilidad de tiempo, siempre juegan a favor del documentalismo gráfico. La soledad te obliga a aproximarte al otro, a lo ajeno y al distinto. Te empuja a acercarte y a sentir lo que estás haciendo. Te ablanda la piel. Te fuerza a charlar y a entender aquello que quieres retratar. El tiempo te regala el contexto, te marca el ritmo, es la percusión melódica de la fotografía. Trabajar mirando el reloj es el punk de la fotografía. Si se tiene talento puede resultar divertido, fresco, urgente y sorprendente en ocasiones. Pero la información resultante suele ser efectista, liviana y obvia. Cuando el fotoperiodista dispone de tiempo, la fotografía puede desentrañarse de su ovillo y hacer que se expanda. La luz ya no es un factor, y se transforma en un medio, los lugares cobran matices y las personas parecen desplegarse ante tu objetivo.
Informar con imágenes es un salto de fe. Es una tortura, una maldición, un privilegio y una salvaje indiscreción.
La fotografía de prensa, al igual que el buen periodismo, requiere de tiempo. Disponer de ese tiempo, combinado con talento, instinto, seriedad y sobretodo, humildad y autocrítica, se plasmará en una información sólida, veraz, y posiblemente, hermosa.
La inmediatez es una virtud, pero no la respuesta a todo.
Un compañero de profesión me comentaba un tanto desesperado, que a él no le podían exigir pensar como un redactor, como un columnista o como un director general. Uno que, a veces, tiene que rellenar sin demasiados datos un par de renglones, u otro que debe ahorrar cierta cantidad de dinero en un trimestre, o el de más allá, que debe guardar la información esperando el momento adecuado. Ellos estaban obligados a pensar en eso, en actuar así. Pero él es fotógrafo. “Yo pienso como un fotógrafo, y esas cosas que ellos tienen que pensar no me importan. Me exigen ser fotógrafo, y esa obligación es precisamente mi virtud, mi don y mi superpoder. Soy un fotógrafo de prensa y por eso, pienso como tal”.
Johann Strauss al componer “El Danubio Azul”, trató de plasmar con la sutileza de su melodía, la conocida leyenda que cuenta que una persona al contemplar dicho río, si está enamorada, podrá captar con la mirada ese color azulado en sus aguas. Yo, en aquel otoño de 2007, sólo fui capaz de captar la complicada latitud de exposición que suponían el brillo de los reflejos en los meandros de su cauce. Cuyo curso, era y es inmutable.