El ojo público | Mi semana supera a tu año

Decía Arthur Felling (alias Wegee) en sus memorias que da igual que seas un criminal, un policía, un mendigo o un héroe. A todo el mundo le gusta que le hagan fotos. Lo único que tiene que hacer el fotógrafo es procurar retratarlos sin su máscara
El ojo público | Mi semana supera a tu año
Javier Alborés

En aquellos tiempos el barrio de Elviña era el fin del mundo. Más allá sólo había dragones. O eso nos parecía a la pandilla de mocosos que aterrorizábamos al vecindario día y noche aquel radiante verano del 82.

 

El río de Monelos atravesaba los solares del futuro barrio de Matogrande trazando pírricos meandros, y las ranas campaban por los barrizales a sus anchas huyendo de nuestras furtivas cacerías.

 

La avenida de Alfonso Molina todavía transcurría a la altura de las aceras a la espera de un futuro trazado más elevado, y al convivir automóviles y peatones en un injusto equilibrio, los accidentes mortales estaban al orden del día.

 

“¡Atropello!”, chillaba alguien, y dejábamos el balón y las porterías que eran nuestras chaquetas, y salíamos disparados como demonios a contemplar el estropicio. Estropicio, generalmente en forma de inmensos charcos de sangre y cuerpos mutilados tapados por una sábana enturbiada por un rojo espeso. 

 

A veces, llegábamos antes y podíamos ver al muerto. Y reconocíamos a un vecino de la calle de enfrente, o a la madre de fulanito, y nos echábamos a llorar, litigando siempre entre el morbo y el espanto, pero incapaces de apartar la mirada. Hipnotizados por la muerte. Por lo insólito.

 

En la inocente crueldad de un niño, el horror llama siempre a la curiosidad.

 

Y al “Rata” también le llegó su turno. Así conocíamos a un tipo de Monelos que se dedicaba a dar palos de poca monta para financiarse el vicio, tan extendido entre la juventud de los ochenta, y al que los niños de la zona profesábamos un terror hondo y denso. Y es que vivíamos entre mitos, asustados por seres de maldad sobrenatural, que, a la hora de la verdad, se traducían en simples raterillos de verbena. De ahí la obviedad del mote que recaía sobre el pobre desgraciado.

 

Su turno se presentó a modo de far west. Digamos que se vino arriba y la cosa se salió de madre. Intentó trabajarse la oficina de Caixa Galicia de la zona a modo de John Dillinger, armado con un revólver. Su pericia, más bien escasa, le condujo a verse arrinconado en los soportales de Salvador de Madariaga rodeado por un considerable despliegue policial y una muchedumbre de curiosos mezclada entre aquellos agentes del orden armados hasta las orejas.

 

Y claro, allí estábamos todos nosotros. Entusiasmados ante la posibilidad de contemplar in situ un formidable intercambio de plomazos

 

En plenas negociaciones para la rendición, por fin se escuchó un disparo. Todo el mundo agachó la cabeza, pero nadie escapó. Allí cada cual estaba a lo que estaba. Acción a precio de saldo. Pero lo decepcionante llegó después. Tras aquella primera detonación, no hubo ninguna más. El pobre “Rata” viéndose arrinconado y con un buen marrón encima, decidió que lo mejor era tomar la vía rápida y comprobar si una bala alojada en la cabeza puede matarte.

 

Los policías entraron con rapidez y comprobaron el cadáver del pobre toxicómano junto a un manantial de sangre, con las piernas encogidas y los ojos abiertos como los faros fundidos de un coche. A continuación, corrimos a comprobar la escabechina todos los demás, por supuesto. Los cordones de seguridad eran algo que se veían únicamente en Starsky y Hutch, algo totalmente ajeno a la realidad ibérica de aquella década.

 

Tuve la supuesta fortuna de ser de los primeros en llegar. El niño y el muerto frente a frente al calor del verano. Ambos muy quietos y muy callados. Uno arriba y otro abajo. Aquel hombre, en su plácida quietud, parecía seguirme con su mirada hueca, ausente de mensaje colgando la nada en sus pupilas.

 

Y entonces sentí un relámpago a mis espaldas y el soportal se iluminó como azotado por el preludio de una tormenta.

 

Traté de girarme y escuché una voz seria y tosca que dijo: “Ni se te ocurra, chaval. Quédate así. No te muevas”.

 

Y el trueno surgió de nuevo, y por un instante aquella luz intensa, proyectó mi sombra junto al cuerpo de aquel hombre. Una sombra enorme, gigantesca, negra como un sueño profundo. Preciosa. “Listo”, zanjó la voz.

 

Entonces me giré por fin y contemplé a un tipo bajito, calvo y con barba que sostenía con pericia la colilla de un cigarro en la comisura de sus labios. Cargaba una bolsa negra, ajada y lucía un chaleco mugriento repleto de bolsillos.

 

La ausencia de luz me impidió discernir sus rasgos, pero pude ver claramente lo que sujetaba entre sus manos. Una enorme cámara de fotos plateada, brillante, hermosa, misteriosa como una chica. Giró con presteza la palanca de arrastre de la máquina y se acercó a mí.

 

“Niño, anda y lárgate, que esto es una mierda. Mañana dile a tus padres que te compren el periódico, ¿vale?”

 

Me acarició la cabeza sin atisbo de cariño y del mismo modo que llegó, desapareció.

 

Con la cínica indiferencia del sepulturero.

 

Entonces me giré de nuevo hacía el cadáver del “Rata” que tan armoniosamente descansaba sobre lo que nunca llegaría a ser, y regresé la mirada al callejón por el cual aquel fotógrafo desaparecía dejando tan sólo el eco de sus pisadas.

 

Seis años y ya saber eso. Espeluznante.

 

Porque justo en aquel momento, supe al fin quién era yo.

 

Yo era fotógrafo. Fotógrafo de prensa.

El ojo público | Mi semana supera a tu año

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