La lucha contra la corrupción es ardua, así lo percibimos los ciudadanos porque así nos lo hacen saber nuestros representantes políticos, y ciertamente lo es. Son hombres confiados y de confianza, extraviados en la mayor de las incitaciones públicas, el erario, frente a la mayor de las tentaciones del hombre, su ambición, campeando impune en la impunidad de lo público.
Cuando se sienten desbordados, y nosotros defraudados, nos dicen, buscando justificarse, “el político es un hombre y el hombre ha de confiar en el hombre, rodeándose de hombres de confianza, confianzudos hombres que llenen de confianza a quienes confiamos en ellos porque a la postre no somos sino hombres confiados como lo es todo hombre honrado y confiado”. Y es cierto, son solo hombres en los que hemos depositado confiados nuestra confianza y ellos, confiados, la han de dejar en manos de otros hombres en los que confían y estos en otros de su confianza, porque así se ha de proceder, con confianza, y más en los asuntos públicos, donde no media la desconfianza y el engaño sino la sana intención de gobernar con tino, justicia y confianza.
Pero en confianza os digo, queridos lectores, que me está dando la impresión de que aún más difícil que luchar contra la corrupción, es organizarla, porque se tiene que acabar dentro de la estricta confianza y sin crear desconfianzas con aquellos pesos y contrapesos que hacen confiable el Estado y den confianza a la democracia.