Un amor que duela tanto, tan absoluto, tan generoso. ¿Habrá algo más difícil? ¿Sin fin en el final? Se habló mucho, mucho, de formas de maternidad estos días. Mis sentimientos son encontrados, muy personales. Privados.
Tengo un cuaderno de citas, de lecturas, donde anoto aquello que me emociona o me interesa, pensamientos y reflexiones que apreso en el papel para volver de vez en cuando. Al hilo de un inusitado debate nacional, mi memoria lectora recordó un buen libro, busqué en mi cuaderno, allí estaba reseñado, con esta cita de Fernando Camon:
«Una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya malvestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza la que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad».
Vivo lejos de mi madre. Me gusta llamarla por las mañanas, escuchar su voz cuando hace poco que se ha levantado. Si cierro los ojos puedo verla: los suyos se han ido achicando, pero te siguen mirando de frente. Toma al menos dos cafés por la mañana, uno en casa, otro fuera. Camina deprisa, como si no tuviera tiempo de acabarse el día, como sabiendo que el mundo baja la persiana en cualquier momento. Unos y otros se pararán a saludarla, tan querida es de donde vino, allá donde regresó.
Seguro que ahora lleva un pañuelo anudado al cuello, el primer frío de la mañana la deja sin voz. Leerá esto y estará feliz. Mi madre escribe con faltas de ortografía; ella, que se preocupó para que yo escribiera con bé lo que era con bé, con uve lo que era con uve: «Lee, la vida te enseña sola, las otras vidas están en los libros y esas te salvarán siempre de la primera».
El libro que he recordado, releído estos días, es un breve relato de Fernando Camon, una pequeña joya editada por Minúscula, de título Un altar para la madre. Lo escribió y rescribió el autor hasta diecinueve veces, su editor publicó la tercera versión. Inmortalidad, es el título con el que está editado en aquellos países en los que no hay altares. Del amor, desde la bondad, de la vida, desde la muerte, de lo escaso del tiempo. De las madres, de todas las madres.
«Nuestro mundo no tenía nada que ver con el resto del mundo. Funcionaba por cuenta propia, y era inmortal. En nuestra madre también habíamos pensado siempre como algo inmortal, tanto como el mundo al menos: porque al nacer nosotros, ella ya formaba parte del mundo, y sin ella era inimaginable».
Hay un relato en este libro, hay una historia de una familia rural, que funciona en todas las familias. En todas: «La madre es el pilar de toda familia de campo. Si muere la madre, la familia se disgrega. Recuperar a la madre de la muerte significa recuperar a la familia de la disgregación. Salvarse. La historia oficial enseña que la inmortalidad es de los potentes, la civilización campesina enseña que el fuerte, el rico, el docto, el artista no son figuras predominantes, porque el bueno sobresale por encima de todos».
De cómo la lectura te hace preguntas, te regala respuestas. El tiempo es escaso siempre y solo para los hijos, no para las madres. Las madres lo somos siempre, madres, hasta el final. Aunque el tiempo sea breve.