Caballerocaballerolamascarilla era una de las frases míticas de la pandemia. Todos éramos potenciales delincuentes, obligados a pasear como Dick Turpin, enmascarados y agazapados al paso de un vehículo policial. Era todo puro surrealismo, y visto ahora todavía más absurdo.
Todos los día llegan noticias que te recuerdan aquella época tan delirante: hasta ha vuelto Fernando Simón, el de la almendra, el hombre que alguien lleva tatuado en la pierna (ojalá saber quién es) y que se fue a surfear a Portugal mientras nos mandaba llevar la cara tapada en la playa, al aire libre y al sol. Por supuesto en Portugal no había esa obligación absurda, por eso iba el epidemiólogo carismático sin ella y tan pancho con su bañador y su tabla mientras aquí algunos nos preguntábamos qué ocurría, por qué el virus era mortal en la playa de Riazor pero estaba tan pancho en las playas del Algarbe. Pero bueno, los que nos preguntábamos cosas éramos magufos, bebelejías y por supuesto insolidarios y malas personas. Por ejemplo, eras muy mala persona si te preguntabas el porqué de aquella medida que obligaba a ir en coches distintos a dos personas que acababan de dormir en la misma cama, pero claro, no eras virólogo (solo podían hablar de aquellas cosillas los virólogos, cualquier otro médico que se preguntara cosas era rápidamente catalogado de bebelejías y chupabarandillas, qué tiempos) y al no ser virólogo se te escapaban esos pequeños detalles que el virus detecta en su inmenso poder. El virus en casa no te infecta pero en el coche sí, claro que si vas en el asiento trasero pero no en línea con el conductor el virus sabe que no puede contagiar, es un virus muy repelente. “Bebelejías”, me decían. Yo soy más de Somontano, la verdad. O de Valdepeñas. Aún recuerdo la risa loca que me entró cuando le pusieron a la playa un contador de personas. El virus a partir de las 100 personas contagia, así que hay que dejarle bien claro que la gente que entra por la que sale, como los pallets y los peces. Otro de los delirios que nuestros gobernantes idearon fue el de salir a pasear por edades, porque el virus elige muy bien a sus presas, y si sale de un joven apuesto será mucho más virulento que si sale de una señora mayor. De los niños mejor no hablar, aún me acuerdo de aquella pobre cría del “es mejor eso que morirse” cuando la mortalidad en esas edades era inexistente.
Este invierno ha vuelto la gripe (nunca se fue) y nuestros amados gobernantes han intentado volver a esas costumbres con poco éxito. La gente quedó harta de la distancia social (un invento de Fauci reconocido por él), de no poder verle la cara a sus familiares y amigos, de no poder despedirse de sus seres queridos, de llevar un trapo en la boca que se quitaba al comer y se ponía para entrar y salir del bar.
La gente ha visto lo que ocurrió en Suecia (menos mortalidad que países con confinamientos estrictos como el nuestro) y empieza a atar cabos. Resumiendo, los “expertos” (ósea, uno solo) se inventaron las medidas más absurdas y restrictivas posibles y ahí siguen, atragantándose con almendras y surfeando las olas en una eterna vacación de la que salen solo para idear alguna nueva restricción ridícula.