Aliñar pócimas de rabia en marmitas de orgullo patrio y ofrecérselas a hombres y pueblos es la maldad que anuncia a los populistas. En esa deriva está la naciente estrella presidencial de México a la hora de exigir de España un perdón como pendón de su futuro gobierno.
La última imagen que guarda la retina de ese pueblo hermano es un puñado de españoles derrotados y exiliados, unos por la guerra, otros por el hambre. Es a ellos a los que ahora se les exige perdón por una conquista injusta, su injusto saqueo. Hombres a los que se les trata como a arrogantes conquistadores, crueles, ambiciosos y poderosos. A decir del poeta —en honor a la épica— y dirigiéndose al español Manuel del Río, muerto en New Jersey y velado en D’Agostino Funeral Home: «Tus abuelos/fecundaron la tierra toda, /
la empapaban de la aventura. /
Cuando caía un español
se mutilaba el universo. /
Los velaban no en D’Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras, /
entre caballos y armas. / Héroes
para siempre. / Estatuas de rostro borrado. / Vestidos aún
sus colores de papagayo, de poder y de fantasía».
No es a estos últimos a quienes exige el perdón, ni es esa su raza, sino a los que «mueren de anónimo y cordura por 17 dólares». A esos que, como sus compatriotas, tienen que dejar su tierra para conjurar la pobreza.
El perdón es una soberbia cuando se le exige a la humildad y torna miserable cuando con él se busca aventar hogueras de odio entre los humildes.