Esas otras mujeres sin derechos

Plenos derechos para todas las mujeres cuanto antes. Ninguna discriminación ni en su vida personal ni profesional. Igualdad real. Presencia equilibrada en todos los órdenes de la vida, también en los económicos o en los institucionales. Paridad. Ni brechas que cierran caminos ni techos de cristal. Lucha a fondo contra la violencia de género y toda clase de abusos. Ni una víctima más. Conciliación y corresponsabilidad con leyes y medidas que la hagan posible.

Educación para la igualdad desde la escuela porque esa es la mejor herramienta para que cualquier mujer, también cualquier hombre, pueda elegir su futuro en libertad. Y leyes que, de verdad, respalden a las familias y las permitan tener hijos y educarlos adecuadamente. Máximo respeto. Acompañamiento a las víctimas. Fin del machismo. También de ese feminismo que neutraliza los sexos y hasta la existencia de un hombre y una mujer naturales, que frivoliza los cambios de sexo y pone en peligro a los menores, a los que la información les debe llegar en el momento apropiado y de una manera adecuada. “El feminismo debería servir para algo más que para juzgar y prohibir” como ha dicho la filósofa Laura Llevadot.

Aunque se han dado muchos pasos, queda mucho por hacer en España, en Occidente, en el mundo libre. Pero las voces por la igualdad deberían ser especialmente elevadas desde nuestros países con derechos hacia las otras naciones que cada día los violan, especialmente sobre las mujeres y las niñas.

Echo de menos estos días las voces firmes de las organizaciones feministas contra la violencia que sufren las mujeres en Ucrania, donde muchas tienen que huir para salvar a sus hijos y otras se quedan para empuñar los fusiles y defenderse de un agresor dictatorial, salvaje e inhumano. Echo de menos las protestas feministas contra los millones de matrimonios infantiles que se producen cada año, contra los millones de ablaciones genitales que siguen haciéndose, contra la violencia y los abusos sexuales a menores y la falta de escuelas.

No escucho las voces contra el permanente feminicidio en México, donde ser mujer es hacer oposiciones a ser violada y asesinada. Ni tampoco hablan ya de las mujeres de Afganistán, donde la salida de las fuerzas militares occidentales ha vuelto a condenar a las mujeres a la oscuridad, a la ignorancia y a la absoluta sumisión. En países como Chad, República Centroafricana, Congo, Sudán del Sur, Siria, muchos de Hispanoamérica, en Arabia Saudí, las mujeres no son ciudadanas sino esclavas, víctimas de guerras étnicas o de fanatismos religiosos, no tienen derechos. Su testimonio, si es escuchado, vale la mitad que el de un hombre. Y no se oyen las voces que las deberían defender. Ni siquiera tienen acceso a la educación, la única arma que las puede salvar. Y retumba el silencio en defensa de esas decenas de miles de niñas que tienen que permanecer en campamentos de refugiados en las fronteras de Europa sin casa sin futuro y sin esperanza. En Irán, tampoco las mujeres pueden celebrar “su Día”. Las leyes islámicas las constriñen hasta en lo más nimio. No caben manifestaciones ni críticas. Muchas madres han perdido a sus hijos o a sus maridos asesinados por un régimen que unifica la dictadura islámica y el patriarcado. Esas madres dolientes están tratando de unirse para buscar justicia. “Las madres que reclaman justicia en Irán”, como ya se las conoce, preguntan a los medios de comunicación del mundo, nos preguntan, “si no es hora de que se hagan eco de nuestra voz y den a conocer al mundo nuestra causa”. Hay que protestar por todas esas mujeres que sufren desde hace décadas o siglos y que están solas en la lucha por sus derechos básicos. Alzar la voz por todas y cada una de esas mujeres que no tienen día ni celebración ni amparo.


Esas otras mujeres sin derechos

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