Digámoslo sin rodeos: los sindicatos no convencen al personal. Cuarenta manifestaciones convocadas en toda España este domingo no lograron reunir, entre todas ellas, ni a tres mil personas, como mucho. Los objetivos de la convocatoria no estaban claros –o mejor, fueron modificados a toda prisa a última hora– y la gente, tengo la impresión, cada vez ve más difusos los mensajes y objetivos de los sindicatos ‘clásicos’ y ‘de clase’; y de los otros ya ni hablamos.
La rivalidad reivindicativa de los socios del Gobierno, PSOE y Sumar, por alzarse como la voz de la izquierda con sus propuestas en el terreno laboral y social difumina el papel de las organizaciones sindicales, incapaces incluso ya de reivindicar el 1 de mayo como ‘su’ día: los tiempos están cambiando y los sindicatos (y los partidos, y todos nosotros) deberían cambiar también. Siento decirlo, y espero que usted no me lamine, pero los tiempos de ‘La Internacional’ y el puño en alto han quedado un poco ‘demodés’: solo para que la canten y lo alcen minoritarios en los congresos socialdemócratas, porque otra cosa no hay.
Hoy, los ciudadanos ven a UGT y CC.OO como casi apéndices del Gobierno socialista, como ven a la lideresa de Sumar, Yolanda Díaz, casi como una prolongación del PSOE. Están fuera de sitio, con presencia creciente apenas en esos desayunos político-empresariales, tan útiles por otra parte, en hoteles de lujo ante los que habla un político y tomamos nota los periodistas. No se dan cuenta, no nos estamos dando cuenta ninguno, de que el tren de la actualidad, cambiante por mor de unos cuantos iluminados –por decirlo positivamente, claro–, nos está arrollando. Bien, el diagnóstico está claro. ¿La solución?
Para atisbar una solución, a mi juicio, hay que volver la vista atrás casi cincuenta años. A octubre de 1977, cuando se firmaron, gracias al valor de Adolfo Suárez y al patriotismo de los líderes de las fuerzas políticas (y sindicales), los pactos de La Moncloa. Que eran mucho más que un acuerdo entre patronal y sindicatos (y que, por cierto, bajó la inflación a la mitad, entre otros beneficios menos tangibles, como la recuperación de la confianza de la sociedad en sus representantes). Fueron un auténtico acuerdo político porque todo el mundo entendía que, ante las nuevas circunstancias -la llegada de las libertades tras la muerte del dictador Franco-, era preciso establecer nuevo módulos para una Transición a la democracia y una nueva Constitución.
Ni más ni menos que como ahora. No es solamente el eje Trump/Musk y restantes iluminados, ni tampoco la IA china, lo que marca un camino irreversible hacia quién-sabe-dónde. Cuando se avanza tanto hacia lo desconocido resulta imposible regresar. Y, ante el desconcierto generalizado, unidad de acción. Que no tiene por qué significar el fin de la democracia clásica del juego entre partidos políticos. Los pactos de La Moncloa llevaron a un replanteamiento de todo porque había la conciencia de que todo era nuevo. Exactamente como ahora. E incluyo, por supuesto, la necesaria reforma de nuestra Constitución, tan válida hasta ahora cuando ha dejado de cumplirse.
Sé perfectamente que voces como esta mía aquí, tan extendidas, son por completo desoídas por quienes prefieren hacer de la confrontación –véase el congreso del PSOE de Madrid este fin de semana– su seña de actuación. Pero hay que insistir. Siempre trato, como periodista y como ciudadano, de hablar con mucha gente de procedencias lo más diversas posibles. Créame que nunca he encontrado un ambiente de mayor desolación, mezclada con pasotismo, que en estos comienzos de un 2025 que será decisivo a todas luces para nuestras existencias y las de nuestros hijos. Y, sin embargo, aquí seguimos, con los viejos comportamientos, las pautas caducas. Puño en alto y ‘arriba, parias de la Tierra’ frente a brazos alzados a la manera hitleriana. Y ay de usted si ambos comportamientos le parecen simplemente ridículos. Mal asunto, sí.