El conflicto, decimos, apenados, sabiéndonos esbirros de él. Añadimos, los palestinos o los judíos, y nos rasgamos las vestiduras en el nombre de un posicionamiento capaz de hacernos parecer progres o conservadores, de izquierdas o de derechas, pacifistas o belicistas, intelectuales orgánicos o meros creadores de contenidos.
Todos tenemos algo que decir en esta batalla que ha elegido un frente lejano a los verdaderos instigadores de esa guerra para debatir, para reñir, para influir, para lucirse, para maldecir. Qué sería de nosotros si no existiera este conflicto que tanto entretiene, que tanto contiene, que tanto oculta en la faz real de un mundo, no tan fanático como aparenta, no tan medieval como se supone, para nada teológico, tampoco ontológico. Un conflicto que no guarda otro secreto que el polarizar la humanidad en torno a dos pueblos que sufren y han sufrido más allá de lo que es tolerable, porque no lo es lo que han padecido y padecen los palestinos bajo la bota de un movimiento terrorista como Hamás y frente a la fortaleza militar de Israel. Un estado creado desde lo más profundo de la rabia, la sinrazón y el más elemental derecho de defensa, el que asiste a aquellos que no han recibido jamás una alabanza, que han sido expulsados de todos sus espacios vitales, finalmente gaseados, y, posteriormente, deportados a un avispero sin esperanza de vivir en paz.
Benditos, judíos y palestinos, y malditos todos nosotros.