Las democracias, y más en sociedades manumitidas, como las nuestras, no se pudren en el quehacer político de sus dirigentes. En esa inmunda cloaca se van recursos económicos, éticos e intelectuales. Porque para ellos y en su favor todo está en venta, todo ha de ser parcelado y más tarde repartido. Eso ha sido así, lo es y lo será, pero aun así afirmo que esa ponzoña no es la razón última y definitiva que las corrompe y degrada.
Esa certeza obliga a interrogarse, ¿qué puede corromper más que el manejo político de sus instituciones, leyes y presupuestos? La respuesta nos la da la misma pregunta, la falta de capacidad crítica de esas sociedades. Esa falla es la que nos convierte en sectarios desatentos con nuestras responsabilidades, consolidando todo desmán político y entregando inerme a esas sociedades a sus clases dirigentes, para que las exploten sin desprestigio ni castigo, convirtiendo a déspotas y depredadores en salvadores.
A la cabeza de esa guardia y custodia, está la clase intelectual. Y dentro de ella, aquella a la que confiamos la formación de nuestros hijos. Son ellos los que se han de apartar del sectarismo para ser honestos con las directrices que les marca el pensamiento y conocimiento en el saber. Son a ellos a quienes, con su enseñanza y ejemplo, les está encomendado dar a esas sociedades personas honorables y formadas, capaces de anteponer sus obligaciones frente a lo común a sus personales ambiciones.