Libertad de expresión

Estaba amable el presidente del Gobierno con los periodistas que asistimos a la copa navideña en La Moncloa. También los muchos ministros que acudieron. Claro que los informadores estábamos atentos a cuestiones como cuándo se verá Sánchez con Puigdemont, o cuándo y para qué con Alberto Núñez Feijóo. Hoy ya sabemos algo más sobre eso y con qué talante se acude a la cita. Se nos escapó, claro, la noticia bomba, que era la de la entrada del Estado en Telefónica: no supimos detectarlo en nuestras charlas con miembros del Gobierno, porque en el Ejecutivo han aprendido muy bien las técnicas de la opacidad, y conste que en este caso, el de Telefónica, lo entiendo, porque no conviene alarmar ni agitar a los mercados en las horas en las que están operando.


Pero no pude evitar preguntarme, una vez más, por el papel de los medios a la hora de ejercer nuestro derecho, y nuestro deber, de informar a la ciudadanía. E interrogarme sobre nuestra obligación de extender en lo posible la libertad de expresión, que es la matriz y la puerta al resto de las libertades, nada menos. Escucho demasiadas menciones estos días a la libertad de expresión. Mal asunto cuando los poderes clásicos, o los sobrevenidos, hacen continuas apelaciones y lanzan sugerencias continuas en relación con la libertad de expresión... o sus límites. No deben, contra lo que algunos piden, cercenarse las declaraciones y discursos que se pronuncian en sede parlamentaria, aunque sean tan inadecuados y abruptos como los de la representante de Junts, Miriam Nogueras, un auténtico azote del buen parlamentarismo. De la misma manera me parece del todo innecesario modificar, aludiendo a la libertad de expresión, el Código Penal en lo referente a las injurias al Rey, la apología del terrorismo y el desprecio a las víctimas del mismo, cuestiones todas ellas susceptibles de valoración subjetiva y que deberían corresponder a la exclusiva calificación de los jueces. Ando estos días enredado en la promoción de un debate nacional sobre la independencia del periodismo y de los periodistas. Asunto siempre difícil, el de la independencia, que se complica cuando hablamos de mi profesión y de España, aquí y ahora. Digan lo que digan, siguen las trabas a la libertad de expresión, que, como a la rosa, que dijo el poeta, conviene no tocarla. Seguimos los periodistas en un hábitat más bien hostil, pese a las cenas de los periodistas parlamentarios con Sus Señorías, que tan hostilmente se comportan entre ellas en los debates como el de este miércoles en el Congreso -así va a ir la ‘cumbre’ entre Sánchez y Núñez Feijóo este viernes: de confrontación-, y tan divertidamente en los saraos gastronómicos o en las copas navideñas. O en las presentaciones, con tanta algarabía y folclore, de libros autobiográficos. Lo malo es eso: que el espíritu navideño se limita a la coctelería o a la gastronomía en estas jornadas, y sigue ausente del espíritu político de una nación empeñada en enfrentar a una mitad contra la otra --no había sino que asistir a la última sesión parlamentaria del año, este miércoles--, mientras abundan esas maniobras orquestales en la oscuridad de las que nunca nos enteramos a tiempo quienes somos, deberíamos ser, los transmisores a la sociedad de lo que ocurre o deja de ocurrir en las alturas.


Y no será restringiendo la libertad de parlamento y cátedra ni tampoco con un exceso de control reglamentario sobre hasta dónde se puede criticar a un Gobierno, a unos jueces, o, en su caso, a un Rey como se fomente la libertad de expresión.

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