La ligereza

Vivimos en la civilización de lo ligero. No lo digo yo, sino el filósofo francés Guilles Lipovetsky. En parte, es lógico: la levedad, entendida como despreocupación y disfrute, es atractiva. A nadie le amarga un dulce, nadie rechaza una vida placentera, divertida, con pocas responsabilidades. El peso, es decir, el compromiso, la carga, el deber, resulta mucho menos apetecible.


Bauman decía que hoy no nos gustan las cosas sólidas. La ligereza lo licúa todo. El mundo es algo efímero, evanescente, efervescente y superficial. En un entorno que cambia constantemente, lo que dura da miedo. No debemos comprometernos con nada, es preferible estar siempre dispuestos a cambiar, incluso de ideas y valores, como un líquido que se adapta a la forma del recipiente que lo contenga.


Vivir se orienta hacia lo inmediato; nada perdura, nada trasciende. El valor de las cosas se reduce a su uso, al igual que el de los vínculos y compromisos. Somos narcisistas desatados, liberados de ataduras, desprovistos de valores sociales y morales. Solo importa el yo, el aquí y el ahora.


Somos predadores al acecho de nuestro propio ser y bienestar. El sexo y las drogas, por poner un ejemplo, se conciben como herramientas recreativas y se consumen sin más objetivo que alcanzar cierto placer, aunque solo sea durante un instante, a pesar de que, a la larga, conduzcan a la soledad, a la apatía, a la incapacidad de sentir, incluso a la enfermedad (las de transmisión sexual, como la gonorrea, aumentan más de un 40% al año)… No pensamos que, si el placer instantáneo (efímero y fugaz) es el único sentido de nuestra vida, nuestra vida es un sinsentido.


Este caos de individualismos en el que todo es volátil es el caldo de cultivo perfecto para que triunfen los populismos, que ofrecen respuestas inmediatas a cualquier problema sociopolítico: soluciones con abrefácil, directas y listas para consumir.


Para muestra, un botón: lo de Oriente Medio es un problema con profundas raíces religiosas y ligado al sentimiento, más de vergüenza que de culpa, que siguió al antisemitismo del periodo de entreguerras y a la ignominia del nazismo. Pero lo podemos solucionar reduciéndolo al terreno de lo estético, trasladando a la población árabe a lugares más bonitos, que, la verdad, Gaza está hecha unos zorros, y de lo consumible, creando en la Franja una Costa Santa, un destino vacacional al estilo de la Riviera Maya, pero bañada por el Mediterráneo. Trump, icono de los ligero, ve la operación como una transacción inmobiliaria. Se olvida de los derechos más fundamentales de la población, pero dibuja un futuro estable para la zona, convertida, cómo no, en templo de Dionisio, en resort del hedonismo.


Kundera se preguntaba si de verdad es terrible el peso y maravillosa la levedad, como planteaba Parménides en el siglo VI a.C. El escritor checo afirmaba que «la carga más pesada nos derriba» y que, «aún así, en la poesía amatoria de todas las épocas, la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre». Por lo tanto, concluía, «la carga más pesada es, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida» porque el peso cimienta nuestra existencia, la hace real y verdadera.


Personalmente creo que el problema es situarse en uno de los dos extremos. Por un lado, el peso desmedido, sin válvulas de escape, aplasta a cualquiera. Por otro, la levedad, sin más, es fría y dura y lleva a un inmenso vacío, a la más honda angustia existencial, al triunfo de las retóricas simplistas y grandilocuentes. Ligereza y peso deben compensarse porque, cuando se desnivelan, los efectos son demoledores. Tan devastadores que puede ser ya tarde y no haber marcha atrás.

La ligereza

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