De llenar vacíos

Si nos fuese dado el don de interpretar el comienzo de las cosas, tal vez conoceríamos su final. Fiarse de las primeras impresiones, de un tono de voz, de una mirada, de dos, tres palabras, puede llevarnos sin duda al error, pero también puede ser una forma lúcida de adelantar un posible futuro. 
 

Cuando leemos sucede lo mismo. Es en las primeras frases de un libro, en su inicio, cuando decidimos si permanecerá o no en nuestras manos. Ojalá existiera una norma estética, narrativa, o formal, que nos guiara en esa seducción literaria inicial, pero no la hay. Si bien hay frases brillantes que nos atrapan de una vez y para siempre, también existen otras, en apariencia anodinas, que abren una puerta a esa aventura maravillosa que supone adentrarse en una novela de ficción. Estoy pensando en algunos principios memorables:
 

«Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo»; «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong»; «Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en la cama convertido en un insecto monstruoso». Así nos adentraron Gabriel García Márquez, Isak Dinesen y Kafka a tres libros inolvidables.
 

Sin dudarlo, para el lector, una primera frase es el lugar donde todo comienza; imagínate el vértigo para el escritor. En el inicio de un libro está la seducción inicial que se irá desarrollando poco a poco, allí donde ya se deja ver el tono, la pericia narrativa, la creación del enigma. El íncipit de un libro no es más que la promesa que un escritor le hace al lector. Deberá cumplirla.  El principio, escribió Italo Calvino, «es también la entrada a un mundo verbal. Pasado este umbral, se entra en otro mundo». Es también la invitación a un viaje, un billete de ida y vuelta, a cualquier parte durante cualquier tiempo y en cualquier época. Si además tienes, como yo, la suerte de pertenecer a un club de lectura, no viajas solo.
 

Me gustaría hablar de ciudades que visitamos como libros que leemos. ¿Se puede leer una ciudad? Se puede. ¿Pasear una lectura? También. Ahora que con mis compañeros lectores me tomo un descanso para vacacionar, hacer maletas y leer en la intimidad, hago recuento de los lugares visitados, de los libros leídos. Me doy cuenta de que algunas lecturas serán para siempre un puente, una respuesta, una sala de espera, una antesala, el empujón. Una azotea, decía Bolaño. Una grieta en un muro, para asomarse a otro lado, decía Robert Walser. 
 

Leo algunos libros sabiendo que los olvidaré, leo otros sabiendo que regresaré, que volveré a saltar sobre sus párrafos, aunque la ruta que realice sea diferente, porque ya no será igual, ya no seré igual, como cuando regreso a las ciudades y a las personas que un día amé. Reemplazaré el vacío con nuevos libros. Porque eso hacemos los lectores, llenar vacíos. Lo sé porque como escritora no dejo de cavar huecos. De principio a final.

De llenar vacíos

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