Hoy el ideario político se parece más, en su redacción y contenido, a un tratado culinario que a un reposado y reflexivo libro de filosofía social. Lo compone un descuidado catálogo de recetas de carácter “antropófago” que permiten a la clase política, versada en estas lides gastronómicas, ir cocinando a la sociedad a fuego lento para después emplatarla y servirla en largas mesas cubiertas con bastos manteles de papel y donde maridada con ásperos vinos va a ser degustada con avidez por los suyos, y catada por ellos con esa mueca de asco y mansa parsimonia de batracios aburridos de la que hacen gala los grandes cocineros con los platos de los advenedizos.
Nos están cocinando en el odio, la idea puede parecer ilógica, irreverente, tal vez escatológica, pero no lo es. Como tampoco es alta cocina la que se practica, es, como he dicho, una insana mezcolanza de viejas recetas utópicas, amalgamadas a toda prisa y sin cuidado, en ocasiones, improvisando, como si de un mal fumet se tratase.
Nos sumergen en grandes marmitas de falso cobre ideológico que penden de gruesas cadenas ennegrecidas de humos y grasas, donde van añadiendo, en medio de rituales cantos y danzas, todo tipo de afanes sociales y aquellos elementos del cuerpo social que han elegido para su guisote.
Nos disponen luego en largar filas y por colores, los suyos, y nos invitan a devorar a nuestros semejantes en lo que ellos llaman a la carta y yo, menú del día.