Oasis ha vuelto (o eso parece)

Aquí estoy, tomándome una taza de English Breakfast de PG con leche mientras mi navegador hace cola para pillar las entradas de la gira de Oasis. Sé perfectamente que no las voy a conseguir, la cola es infinita y la verdad, viajar cada vez me da más pereza. Pagar por unas habitaciones con pulgones y cucas 1000 libras la noche es un poco incómodo, aunque sea en la ciudad más bonita del mundo, Edimburgo. Y una ya es mayor y esperar colas se me da cada vez peor, incluso en Correos. Colas para comprar la entrada, colas para facturar, para pasar el control,  colas para entrar en el avión, colas para salir del avión, colas, colas para entrar en el recinto, colas para pedir una cerveza, para ir al baño. Colas. Llegas a una edad en la que prefieres ver las aglomeraciones desde la cama, como los personajes de Jardiel Poncela. La vida desde Google Earth. 


Hoy está todo al alcance de la mano. Hasta el amor en el supermercado si tienes una piña a mano. 
El caso es que el mundo está convulsionando. Cada día nos espera una sorpresa nueva (salvo en el mundo editorial que publican los de siempre, este año no toca escritora misteriosa que envía a una editora valiente y descubridora de talentos un thriller extremo y salvaje que pocos se atreverán a leer, por lo que nos conformaremos con más de lo mismo, que hay que pagar las facturas) y lo último es ligar en el Mercadona con piñas y esperar la cola del concierto de Oasis. Oasis ha vuelto, o eso parece, con esos dos ya se sabe. Yo estaba viviendo en Londres cuando explotó la bomba Oasis, hermanos gamberros e insoportables de Manchester, un clásico del brit-pop. Canciones pegadizas, himnos inmortales, peleas de borrachos, droga, chicas guapas, rock and roll que te romperá el corazón. Quizá la última banda que recreaba el imaginario de lo que tiene que ser una banda de verdad desde que The Smiths decidieron seguir el mismo camino de puños apretados, ceños fruncidos y enfados, celos y odios viscerales del norte de Inglaterra (un poco más arriba de Londres ya es el norte de Inglaterra y de ahí no me saca nadie). Oasis ha vuelto, vuelve Wonderwal, vuelve la ilusión, vuelven las camisetas, las gafas de sol, los chubasqueros, las Adidas y la pandereta. Un amigo me dice que Oasis vuelve por celos de Blur. No veo mejor forma de hacerlo. Siempre hay que mantener el odio fresco, el colmillo afilado, la mesa en el Dorsia, la pinta de cerveza y las margaritas intoxicantes. 


Hay gente en el armario de Oasis. O Había. De pronto hemos salido todos en tromba, sin avergonzarnos de que nos gusten hasta los discos más comerciales. Quizá estamos hartos de escuchar reggaetón. Del chuntachunta. De las señoras ardientes moviendo nalgas como batidoras de horchata. Igual queremos entrar en un pub y escuchar música sin tener que aguantar ritmos ancestrales de sacrificios y corazones ensangrentados en las manos de villanos de Indiana Jones. Queremos sacar nuestros chubasqueros verdes, nuestra pandereta, nuestras gafas de sol redondas, nuestras Adidas y nuestras camisetas de color naranja o azul oceánico. Queremos volver a ser jóvenes e inmortales, con los ojos abiertos de un Londres que ya no existe, la pinta en la mano, el amor en el corazón y la gramola con temazos de Oasis durante lo que dura el infinito en las notas de una canción. 

Oasis ha vuelto (o eso parece)

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