lgo mágico tiene la Navidad. No hay otra festividad que sea capaz de introducirnos en un laberinto de sentimientos como lo hace el nacimiento de Jesús. De este laberinto creo que se salvan muy pocos. Atrapa con independencia de creencias y es ahí en donde radica esa magia. Confieso que de ese laberinto he intentado escaparme. Este año, sin embargo, me entrego por completo al laberinto y el olor a canela, que inundaba la casa de mis padres, se me ha pegado a la nariz y no quiero rehuirlo. El tiempo que fue oliendo a canela es el tiempo de mi infancia, de mi feliz infancia, de ese tiempo en el que el tiempo no existía porque ignorábamos que pasa. Fue ese tiempo en el que mis hermanos y yo fuimos felices en una casa pequeña en la que el cuarto de juegos se convertía en un abrir y cerrar de ojos en el dormitorio de tres de nosotros.
Fue ese tiempo en el que ni se nos pasaba por la cabeza que nuestros padres no pudieran estar. Eran jóvenes y vigorosos. No existía el sentimiento de ausencia, solo el olor a canela, las luces del árbol y el belen. No sabíamos por aquel entonces, que nuestros padres se irían dejando un vacío imposible de llenar. No sabíamos, no sabía, que nos enamoraríamos y mucho menos que el amor de nuestra vida, de mi vida, algún día se iría. No sabíamos que a un hijo se le quiere más que a uno mismo y ni nos planteábamos expectativas. Fue ese tiempo en el que el tiempo no existía.
El tiempo es traicionero pero su paso tiene sus ventajas. Con el tiempo descubres la importancia de los buenos amigos, del calor que da el saberse parte de una familia unida. Si el tiempo no transcurriera no habríamos conocido momentos de felicidad indescriptible, ni sabríamos que de las dificultades, de los dolores, también se sale y que la vida, pese a todo, continúa con más fuerza que cualquier ausencia. Siendo esto así, el olor a canela de mi infancia me ayuda a salir de este otro bucle en el que estamos inmensos. El virus ha trastocado nuestras vidas, ha achicado nuestras mesas y témenos hacer planes porque el futuro no tiene -nunca lo ha tenido- la menor certeza. En la infancia, con o sin olor a canela nada de esto nos agobiaba, no habíamos descubierto nuestra vulnerabilidad, ni habíamos descubierto que la distancia entre la vida y la muerte es apenas un leve suspiro. Que nadie vea en estas líneas la más mínima sensación de tristeza. Todo lo contrario. El olor a canela es un canto a las cosas sencillas, al candor de la infancia, a la sencillez de una simple especia, a la ilusion por un pequeño regalo, al calor de la familia. Un canto a todas esas cosas que no cuestan dinero y a las que en Navidad todos quisiéramos volver.
El tiempo que pasa no vuelve, pero el que tenemos hay que beberlo con entusiasmo, con alegría y con esperanza, sin olvidar ni por un segundo a aquellos que nunca olieron a canela, a los que sufren, a los que pasan frío, a los enfermos y a los niños que en España y fuera de España sufren la adversidad y el abandono, esos niños que nunca supieron lo que es la canela. Brindemos por su recuerdo, por los que no están, por los que están por llegar. Brindemos por la esperanza que tiempo habrá de seguir debatiendo sobre las mascarillas. !!!!Feliz Navidad!!!