Decía mi abuela que había muchas clases de personas, las buenas, las tontas, las indefinidas y las malignas. Actualmente, en nuestro país, hay dos clases de ciudadanos bien definidos: los que afrontan y padecen toda clase de recortes, ajustes o sacrificios y los que se corrompen con el poder y viven alegremente. Unos golfos, codiciosos y sinverguenzas que se entretienen, buscando su propio interés, utilizando a las administraciones públicas para su propio beneficio y patrimonio personal.
Cada vez más, necesitamos políticos valientes, honrados, capaces de luchar por la Justicia Social y que estén dispuestos a sacrificarse por servir a la sociedad, escuchando y entendiendo a la gente, en vez de pensar únicamente en asignarse suculentos sueldos a costa del erario público y de importantes comisiones recibidas de sus empresas amigas a las que se les asignan obras, proyectos o gestiones varias, sin concurso público.
Que el poder corrompe es una realidad y hay pruebas más que suficientes y que todos conocemos, en nuestros círculos más cercanos.
El poder de los ciudadanos radica en el deseo real de querer cambiar y mejorar las circunstancias con la unión de una gran parte de la sociedad.
Perdiendo el miedo tendría que estar más de actualidad la desobediencia civil, no violenta, que pueda alertar al poder político y económico a mirar algo más que a sus propios intereses y entiendan que no pueden seguir gobernando para súbditos sino para hombres y mujeres libres y con derechos.