Puigdemont y la risa

Hay que tener sentido del humor, no temer al ridículo. A la postre, humoradas y zascas son el eterno verano de nuestras neuronas. Días de sana indolencia, de intolerancias tolerables, de sesteo y holganza en los que le cabe reírnos de uno y del mundo. Así lo expresamos y es. Somos de reírnos de todo, quizá, por no inquietar nada, a decir de Lampedusa, “hacer que todo ría sin que ríe nada”.


La disciplina está bien como noción filosófica de vida cuando lo que merece esa mirada es nuestro quehacer o el inocente desvarío del vecino. Cosas de cada día que en nada desmerecen las de los demás.
Sin embargo, esta risa se torna histriónica e insana cuando nos burlamos de la fortaleza de esa sana e irónica mirada interior que nos impele a reconocernos limitados en nuestros actos. Cuando eso ocurre, no estamos retomándonos en lo que somos, sino huyendo de ese deber y de aquello a lo que nos debemos. Negándonos, en definitiva, bajo falsas premisas de autoafirmación.   


Sirva de ejemplo el circo del advenimiento y fuga de Puigdemont. ¿Qué tiene de gracioso que un ciudadano que ha delinquido y sobre el que pesa una orden de búsqueda y captura se permita regresar, dar un mitin y desaparecer sin que la policía lo detenga; burlando así la orden judicial y con ella nuestro Estado de derecho? Quizá sea, así, porque nuestro Estado es un reidero en deshecho, en el que la legalidad no pasa de ser un rictus macabro en la boca de sus dirigentes.

Puigdemont y la risa

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