Silencio

No siempre tengo cosas para escribir, porque son más las veces que tengo poco que decir. Entonces, por ejemplo, hoy, me pongo las zapatillas y salgo a caminar. Y antes o después llego al silencio con el fin de resistir al estruendo del mundo. Busco en la naturaleza algo que me diga lo indecible. «Todo habla», escribía Victor Hugo en Les Contemplations: el aire, la flor, una brizna de hierba. 
 

Qué ruidoso está el mes de junio. Ensordece. Entre las palabras y el silencio hay un vínculo en la naturaleza que resuena poderoso. También el vértigo de la página en blanco está impregnado de silencio. Es verdad, es bien cierta esa fascinación que los autores sentimos por lo callado, como si solo allí pudieran reverberar las palabras. Si se habla demasiado, se ahogan los pensamientos. Se diluyen los recuerdos:
 

Yo tenía un vestido celeste, fruncido al pecho, de tirantes. Lo llevaba puesto cuando falleció mi abuela. No la despedí. Como si cuando se tienen ocho años solo se pudiera anticipar la vida, como si presenciar a la muerte recogiendo a quien más se ama tuviera una edad estimada. Debió ser por eso que dormí y amanecí en casa de mi vecina; debió ser por eso que ella, peluquera de oficio, me dio la noticia marcando con peine de púas una raya al medio para separar mi pelo, negro y abundante, en dos regiones; debió ser por eso, por las coletas anudadas con fuerza, que lloré. 
 

No pasa un día que no la recuerde. Se llamaba Mercedes, mi abuela, tenía la cara arrugada, la frente muy ancha, un carácter grande y un cuerpo menudo. Me contó todos los cuentos que no podía leerme, era analfabeta. Y una excelente narradora. Mi primera contadora de historias sobrevivió a toda la vida que tenía detrás, a toda la vida que había en medio, al hambre y a la guerra, pero no sobrevivió a un cáncer, mientras anhelaba solo un sitio tranquilo para morir. 
 

La escucho. No sé cómo, pero la escucho si guardo silencio. 
 

Me habría gustado leerle Brooklyn Follies, novelón de Paul Auster, presentándole a su personaje, Nathan Glass, que sí sobrevivió a un cáncer y quiere permanecer en Brooklyn lo que le queda de su «ridícula vida». Así se inicia su lectura: «Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn (…)». Allí es donde piensa en escribir El libro del desvarío humano, contando lo que ocurre a su alrededor. 

 

Historias disparatadas y caprichosas de toda una red de personajes, «la espesa jungla de la vida». El ruido. Hasta que descubre Nathan que no ha llegado a Brooklyn para morir sino para vivir, que contar historias nos une y es una maravillosa defensa contra el dolor.
 

Releí esta cita, en el camino también la pensé: «La vida se metió por medio, dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor».

Silencio

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