Con relativa frecuencia, como el hada madrina de un cuento de ayer, paso el plumero sobre los libros que duermen en mi biblioteca. Muy de vez en cuando los despierto a todos para que salgan de la estantería. Entonces sucede que los ordeno, los recoloco por un largo periodo de tiempo, los agrupo por colores, por autor, por tamaño; esta vez, por ejemplo, los he dejado ordenados por editorial.
Algunos ejemplares suben rápido al estante, con otros me detengo unos minutos, a veces más, tanto como para que la tarea del orden se retrase, se alargue en el día. Ocurre que abro algunos libros en abanico y sucede lo maravilloso: encontrar en historias ajenas retazos de mi propia vida.
Flores secas, puntos de libro, billetes de metro, notas al margen, fotos antiguas, la lista de la compra, una fecha, una ecografía, una línea subrayada, cartas de amor, de desamor, dibujos en la servilleta del café de la facultad. Son pequeñas historias dentro de otras historias, de mi historia, que dejé allí, dentro del libro que quiso apoderarse del momento en el que fue leído: el viaje en tren, la ciudad que visité, la consulta del médico, el banco en el que te esperaba. Lugares a los que vuelvo porque hay libros a los que regreso una y otra vez. Se van apilando por todos los rincones de mi casa: encima de la mesa del salón, en la escalera, sobre la mesita de noche. A algunos los echo en falta: los que tomé en préstamo en la biblioteca, los que dejé a quién no supo devolverlos, los que leí a deshora en casa de algún familiar. Todos me cuentan lo que soy.
Esa manía de juventud de apuntar en los libros cuándo llegó un ejemplar a mis manos o quién me lo regaló, si leí un libro en primavera o fue en invierno. Dejo el plumero, me siento, quiero saber con qué cita abría ese ejemplar, aquel otro. A menudo, ¡cuántas veces!, me quedo en un libro por una sola cita. En Rayuela, de Julio Cortázar: «Como si se pudiera elegir el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en mitad del patio». En mi viejo libro de Poesías Completas de Antonio Machado, ese que leí en Bachillerato: «Hoy es siempre todavía».
Muy cerquita de Machado, he colocado a Pedro Calderón, con La vida es sueño. Se lo he prestado a mi hija, ahora lo lee ella, sigue siendo lectura recomendada en Lengua y Literatura castellana. Pareciera que estamos hechos de historias que nos contamos, que nos entregamos, que multiplicamos.
Un pase de metro de Londres me recuerda que fue allí donde acabé de leer El desencuentro, de Fernando Schwartz. La sombra del viento, de Zafón, la leí mientras amamantaba a una de mis pequeñas. En mi periplo por Buenos Aires, leí a Eduardo Galeano en La canción de nosotros, e hice mía su cita: «Ahora yo no sé si vas a poder leerte esta carta, pero igual siento como una necesidad de decirte que yo contigo he sido más feliz que lo que los libros dicen que se puede».
Tengo un ejemplar de la primera edición en España del libro de Erich Segal, Love Story, otro tiempo ensoñada, dentro un papel doblado en cuatro partes: una nota de un amor de juventud. Un rato me he quedado en Entre amigas, de Laura Freixas, dedicado por la autora, en las bonitas ramblas de mi Barcelona natal, un 23 de abril. Atesoro unos cuantos libros firmados por sus autores un 23 de abril, diferentes años, día del libro.
No recuerdo cómo ni cuándo empezó mi idilio con la lectura. Creo que ser feliz y disfrutar leyendo es una cuestión de suerte, de azar, de encuentros. Soy una mujer afortunada. Decididamente.