Al igual que se van cuajando las playas de desvaídos caparazones de crustáceos y quebradizas conchas de moluscos, se van llenando las calles del País Vasco con los esqueletos de los últimos verdugos. Rescatados de sus condenas por la mano redentora de aquellos que administran el pulso de la idea y el parabién de los que le ceden justicia a quienes deberían, en esta materia, estarle vedada. No son jueces, es cierto, pero sí parte, y en esa condición no les cabe concebir, ni aun en la apariencia, imparcialidad alguna.
La organización terrorista demanda en la calle lo que en los parlamentos le es reconocido. No es solo impunidad, es también razón, honor y gloria para sus atrocidades. La que les prometió la idea, esa razón que cede a la sinrazón en el compás gigante de su diminuto círculo. Raza, patria, derechos y servidumbres propios en el nombre de una concepción de la humanidad impropia de lo humano.
En ese reivindicarse encuentran las víctimas razones para la queja, justa, cabal y necesaria, pero escasa; nada dicen de la idea y los que la administran, nada de los que les ceden a sus servidores derechos y libertades que, por ser comunes, no le son propios.
Lo terrible no solo acaeció en la boca de los fusiles empuñados por terribles, lo hizo también en las terribles bocas de los mansos, pero ¿qué decir de ellos y la idea? Libres están de culpa, y, en su caso, les redime ese continuo
«comediar» entre víctimas y verdugos.