Ve tú, Tersites, y advierte a ese parlamento, asediado por la codicia del atrida galaico, que ha de fenecer si se ve privado de la seda de mi rostro y el severo pulso de mi verbo. Ve, y defiende con lo humano de tu rostro, lo divino de mi ser. Ve, te digo, y háblales de los peligros de dejarse embaucar por los corales cantos de los malvados.
Ve tú, que atesoras en lo ancestral de tus rasgos la virtud de representar la dispar fisonomía de todas las razas de esta nación de naciones y razas. Ve, tú, al que solo puede juzgar la prehistoria, y háblales de la premura que mueve mi ánimo a ser magnánimo al extremo de hacer de la virtud necesidad a la hora de gobernar sus destinos.
Iría yo, pero por qué rebajarme teniendo en ti el perfecto contraste entre el ser divino y el humano ser. No veas en mi mandato debilidad o soberbia, no lo mueve sino la virtud de lo generoso de ese ser que se sabe capaz de deslumbrar con su sola presencia, eclipsando en esa fortaleza la elemental debilidad de aquellos que habitan en la gris parsimonia de la palabra.
El discurso, Tersites, no está hecho para los que hemos nacido para gobernar con la sola presencia los destinos de bestias, hombres y pueblos. Qué les podría decir, si no hallan en la sola luz de mi rostro el recto camino de sus sombras.
Díselo, tú, Tersites, y todo será entendido conforme es en sus ánimos y entendimientos. No olvides recordarle que en tu exabrupto se expresa mi serena voluntad.