Se ha desatado una campaña de rechazo hacia el turismo de masas que va más allá del mero desasosiego que le produce al individuo la fobia social, para adentrarse en una sensación rayana al asco, que se reparte entre lo puramente clasista, tecnológico, laboral e intelectual.
En la primera, esa náusea le sobreviene por razón de su posición social. Vieja rencilla que anuncia un mundo separado por las diferencias económicas y el natural aislamiento al que conduce esa exclusividad.
En la segunda, juegan factores que tienen que ver con la distorsión a que los medios tecnológicos de nueva factura nos abocan al convertirnos en seres plenamente conscientes del grosero ser de la masa, pero en un espacio no físico, en el que basta apagar el dispositivo para dejar de sentirla.
Viene después la desatención que nace de los grupos de la élite funcionarial. Personas que viven a la sombra del aparato burocrático en todas sus expresiones. Gozan de un salario fijo y digno, y se mantienen al margen de cualquier otra actividad física. A estos individuos les sobra el mundo por la sencilla razón de que ya no pertenecen a él, sino a la ficción de ese otro que gestiona el real con la misma indiferencia que se hace con aquello que no existe.
Adecentar e integrar la masa y no rechazarla debe ser el objetivo de toda política apartada de la menor tentación elitista y de una clara proyección progresista y distributiva.