Viajar: la (r)evolución contra lo cotidiano

El viaje, en su esencia más pura, es un acto de rebelión. Una (r)evolución contra la monotonía de la vida cotidiana y un espacio para descubrir lo desconocido. En tiempos donde la inmediatez es reina y la premura su fiel compañera, viajar –sin prisas– se convierte en un refugio de desconexión. Ese viaje que reivindico es el que requiere paciencia, dedicación y, sobre todo, un paladar refinado para saborear cada instante.


Viajar, no es simplemente desplazarse de un punto a otro; es un acto casi ceremonial, una oportunidad para reconectar con nuestro yo y, a la vez, con el mundo que nos rodea. Viajar es el antes, el durante y el después del propio viaje. Cada una de esas etapas atesora su riqueza.


Los preparativos, decidir a dónde ir, dónde alojarse, qué restaurantes probar o qué lugares visitar se viven desde la ilusión. En mis viajes con Carlos nos encanta sorprender al otro, guardarnos un as en la manga para conectar con ese efecto de descubrimiento. En esta primera escapada veraniega nos pusimos de acuerdo en el destino, San Sebastián. Más idea mía que suya para seguir con esa premisa que cumplo cada año: viajar al menos a un lugar conocido –Donosti es mi tierra de nacimiento–, y a otro por descubrir –para Carlos era su primera visita–.  A partir de ahí y de las fechas, los alojamientos, restaurantes y lugares de visita forman parte de esa planificación individual y secreta. Un juego de pistas que se va urdiendo las semanas previas y se va desvelando a media que se pone en marcha la ruta.


El viaje se inició un día antes de lo previsto, así son las pistas, aparecen cuando menos te las esperas. Un viaje a ritmo calmado, sin demasiadas prisas y sin planificaciones excesivas, las justas para seguir el juego, entendiendo que cada momento tiene su propio ritmo y que la belleza radica en los pequeños detalles.  Para mi este periplo por el norte, desde Galicia a Donosti, incluso hasta Biarritz fue un viaje revival. Nos movemos, recorremos el mundo, no somos árboles, pero tenemos raíces y las llevamos allí donde vamos. Cuando regresamos a los lugares que habitamos éstas reconocen la tierra y la abrazan.


Mi mirada de niña se iluminó con la montaña suiza o el río misterioso del Monte Igueldo, la adolescente reconoció los gabarrones de Ondarreta y La Concha, los pintxos de La Espiga y de la parte viaje, la adulta feliz de hacer de guía en una ciudad que seguía más viva en su memoria de lo que ella misma pensaba. Callejear sin GPS y no perderse, saborear un café en el Hotel de Londres, zambullirse en el Cantábrico y sentir el salitre en la piel.


También hubo espacio para lo nuevo, los lugares escogidos por el otro y casualmente o causalmente, desconocidos. No sé cómo lo hacemos, pero nunca coincidimos en nuestras elecciones y siempre acertamos en los gustos. ¿Sincrodestino?


El post-viaje son las fotografías, las anécdotas, los lugares que queremos repetir y los que quedaron en el tintero. Descubrir que el viaje es lo vivido y a la vez nosotros mismos. Cada lugar visitado va engrosando nuestras raíces para seguir los caminos que surjan. Viajeros, que no turistas. Reconocer lo conocido, profundizar en lo nuevo.


Como decía Henry Miller, “Nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.”, ahí radica la   (r)evolución contra  lo cotidiano.

 

Viajar: la (r)evolución contra lo cotidiano

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