Vulnerables

En el verano de 1996, cuando yo tenía veintidós años y terminaba mi cuarto año en la facultad de Políticas de la Universidad Autónoma de Barcelona, participé con otra decena de estudiantes en un voluntariado coordinado por la Organización Justicia y Paz, algo así como un ‘taller socioeducativo y cultural’ dirigido a un colectivo muy vulnerable. Ese fue el verano que pasé en la cárcel, en la prisión de Can Brians, con mi amiga Mireia.


Todavía recuerdo todas y cada una de las sensaciones de aquellas sesiones, cinco, como momentos de gran nerviosismo al principio. No había que hablar en voz baja, pero yo lo hacía, igual que caminaba despacio mientras los ambientes se iban cerrando a mi espalda con puertas enrejadas de gran tamaño. Qué ruido. Wislawa Szymborska escribió: “Cuando pronuncio la palabra silencio, lo destruyo”.


Trabajé con el mismo grupo, no los recuerdo a todos, solo a Jiménez, porque su pelo era muy largo, muy rubio, sus ojos muy verdes, muy grandes, aparentaba más edad de la que tenía, era gitano y cultivado en largas horas de lectura recluida. Desconozco su delito, desconocíamos el delito de cualquiera de los presos con los que trabajamos entonces, ¿quince, veinte? Formaban parte del segundo grado o régimen abierto, significaba que no eran peligrosos, que podían recibir visitas, participar en actividades culturales y formativas. Se les preparaba para su próxima oportunidad, para su nueva vida en libertad. Se habían apuntado a un ciclo sobre la importancia del Estado de Derecho. Con toda la impertinencia de nuestra juventud, allí estábamos Mireia y yo, como si por haber hincado codos cuatro años estudiando temas de ciencia política supiéramos algo de la vida. No sabíamos nada.


La mayoría de las personas encarceladas forman parte de los colectivos más vulnerables, afectados por la pobreza y el paro crónico, la desestructuración familiar, el fracaso escolar y la carencia de calificación profesional, el alcoholismo y las drogodependencias, las patologías mentales, la carencia de permiso para residir o trabajar en el país. El encarcelamiento es una situación que conlleva, además y a menudo, una mayor exclusión social.


Me recuerdo contándoles que en un Estado de Derecho todos los ciudadanos deciden que todas sus relaciones se ordenarán mediante leyes vigentes, que todos debemos cumplirlas, que nadie puede estar exento de ellas. De lo contrario: la jungla. Me recuerdo hablándoles de la importancia de votar, estaban próximas unas elecciones, de hacer uso de ese derecho que tenían si no había sido anulado en sentencia. “¿Para qué?” preguntaron:  para no dar por sentada la democracia, para que os escuchen, para incidir, para involucraros, para proponer, para cuestionar, para cambiar, para mejorar. “Para no tirar la toalla”. Resumir esta experiencia vital en una columna es imposible. Nunca aprendí más, ni tanto, ni crecí más rápido, ni me despojé de certezas heredadas, como entonces.


Es verano de 2023, tengo cuarenta y ocho años, estoy en la playa de Mera. Leo Papeles Falsos, de Valeria Luiselli, que no es una novela, ni un ensayo, ni un diario, ni un libro de viajes, sino todo ello al mismo tiempo. De mi confortable lectura me saca una discusión, se produce a escasos metros a mi lado: es una mujer negándose a cumplir la normativa, quiere sacar su embarcación por “donde me plazca” y no por el canal habilitado, los jóvenes socorristas uniformados por el Concello insisten, la mujer eleva la voz, se rearma grosera, sus hijas contemplando al ejemplo.


Pienso en Jiménez, en lo frágil que hacemos la buena convivencia con nuestros pequeños actos, en la importancia de la educación. Recojo mi toalla. Voy a casa. Escribo sin consigna.

 

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