La democracia es considerada como el sistema de organización política menos malo de todos los posibles. Esta afirmación nos demuestra que uno de los pilares del sistema es su racionalidad por entender que, al ser una obra humana, es, por su propia naturaleza, mejorable y perfectible. El gran mérito de la democracia consiste en racionalizar la vida de la convivencia social de las personas. Esta primera característica despoja de la acción política la influencia de sentimientos y emociones que, en ocasiones, derivan en odios, rencillas, rencores, envidias y resentimientos. Ejemplo de estas situaciones nos lo ofrecen las guerras y enfrentamientos culturales, étnicos y raciales de origen, casi siempre, nacionalista y expansionista.
Junto a esa deseada y necesaria racionalidad de la vida política, su laicidad le ha permitido emanciparse del origen divino del poder y del influjo de los prejuicios y creencias religiosas y confesionales de los Estados que dieron lugar a enfrentamientos bélicos, incluso entre fieles de un mismo credo, como ocurrió en la Guerra de los Treinta Años, de 1618 a 1648, entre católicos y protestantes.
Si la racionalidad y la laicidad son los ejes de la democracia y sus más firmes pilares, es necesario mantener vivo ese espíritu, pues es evidente que las democracias, por sí solas, son débiles y frágiles, al reconocer y admitir, en su seno, toda corriente de opinión que, libre y pacíficamente, alcance democráticamente la mayoría necesaria para gobernar, aunque una vez logrado el poder, atenten, desde dentro, contra la estabilidad y permanencia del sistema.
El requisito de la racionalidad le redime de todo sentimiento nacionalista o independentista y de cualquier otro tipo de actitud o reacción que responda a móviles emocionales y apasionados. Por su parte, el requisito de la laicidad excluye toda clase de fanatismo religioso intolerante e intransigente.
La grandeza y servidumbre de la democracia reside, por lo tanto, en mantenerse en el fiel de la balanza frente a las tentaciones nacionalistas y totalitarias, insolidarias y excluyentes y contra los fanatismos providencialistas de los Regímenes y Estados teocráticos.
La exigencia de ambos requisitos que constituyen las notas distintivas y características de la democracia nos demuestra que este sistema político es muy difícil de alcanzar; pero, sobre todo, mucho más difícil de conservar y mantener.
Por la racionalidad se evitan los excesos de las pasiones, emociones y reacciones viscerales o violentas y por la laicidad, se rechazan los abusos del fanatismo religioso y sus nefastas y graves consecuencias.
En definitiva la democracia se asienta y consolida en una sociedad civil, culta, desarrollada, plural y crítica, que respete los derechos humanos con carácter universal y sin excepción. Ese desiderátum de sociedad se consigue con la concurrencia equilibrada y armónica de la racionalidad del sistema y la secularización del poder.