Estamos asistiendo, en muchas partes del mundo, a un proceso iconoclasta que consiste en derribar símbolos, estatuas, templos, edificios y monumentos conmemorativos de gestas, descubrimientos y otros acontecimientos históricos que, con independencia de sus consecuencias favorables o adversas para el progreso de la humanidad, fueron reales acontecimientos que se sucedieron a lo largo de los siglos y que son testimonio de la aventura humana a través de los tiempos.
Negar la historia es ir contra la memoria misma de nuestros antepasados; es algo tan absurdo e inútil como negar la realidad de lo ocurrido, cuando lo importante es que el tiempo pasado sirva de “magister vitae”, es decir, maestro de la vida, como se considera a la historia, pues lo mejor para no incurrir en los errores del pasado es conocer la realidad de los hechos. Sin conocer el pasado no se puede analizar, estudiar y corregir o superar sus errores.
Con objeto de asegurar la objetividad histórica, se dice que “la historia hay que vivirla de cerca y juzgarla de lejos”; pero, pese a esa pretensión de imparcialidad, es lo cierto que la historia no sólo la hacen los hombres sino que también la escriben y por esa razón, se dice que la historia la escriben los vencedores; pero que, pasado el tiempo, suelen reescribirla los vencidos.
Ante esa realidad que se comprueba por la experiencia y a la luz de los datos que nos ofrece el desarrollo de la investigación y la crítica histórica, es más fácil conocer los hechos históricos que la verdad sobre los mismos y su interpretación.
Es muy difícil que el historiador se desprenda de cierto subjetivismo al juzgar los hechos que describe y analiza, pues no es un mero espejo en el que se refleja el pasado sino que lo que pasó lo conocemos a través de sus juicios, narraciones y observaciones.
Ese afán o proceso revisionista de la historia, cuando va unido a un proceso revolucionario o nihilista, priva a la humanidad del conocimiento y testimonio de la cultura y civilización antiguas y de su disfrute y enjuiciamiento.
Desde la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, que se atribuye a Julio César, pasando por las recientes demoliciones del templo y ruinas de Palmira por el denominado Estado Islámico y los más recientes ataques en Estados Unidos a Cristóbal Colón, descubridor de América y a Fray Junípero Serra, fundador de las primeras misiones en el siglo XVIII, el conocimiento de la civilización antigua está en peligro de manipulación, mutilación o destrucción total.
Hablar en la actualidad de ciudades, monumentos y restos “patrimonio de la humanidad” no es garantía de que, en el futuro, sean reconocidos y respetados.