Cuando actualmente se plantea la necesidad de reivindicar lo auténtico y la autenticidad frente a la “post-verdad” y el trasvase e intercambio de principios ideológicos entre los distintos partidos que se disputan el electorado, parece oportuno precisar la importancia de lo auténtico como único criterio para identificar la realidad de las cosas y el comportamiento de las personas. También sirve para distinguir la copia de lo original y la imitación del modelo.
Lo auténtico, en principio, no tiene por qué expresar ningún concepto axiológico o de valor, pues literalmente autentico significa lo que se corresponde con su autor que es lo que realmente da autenticidad a su obra. Según esa idea lo auténtico se opone a lo fraudulento o falsificado, que consiste en hacer pasar lo falso por auténtico o como se dice vulgarmente “dar gato por libre”.
Aun respetando el contenido original de un texto, si se reproduce y no se reconoce o expresa la paternidad intelectual de su autor se incurre en el “plagio” o apropiación indebida de las ideas y pensamientos ajenos, utilizándolos como propios, lo que llevó a dimitir de sus cargos académicos y puestos de responsabilidad a quienes cometieron tan grave falta de deontología.
Si nos referimos a la conducta humana, auténtica es la persona que es fiel a sí misma y ajena a toda coacción, actuando sin hipocresía ni impostura. Si por “sus actos los conoceréis” es importante que el ser y el parecer se correspondan e identifiquen. En este sentido, la autenticidad está reñida con la ambigüedad y la indefinición. Más aun, la autenticidad solo existe si sirve para conocer la identidad de las cosas consigo mismas, es decir, su esencia y naturaleza y a las personas si actúan “por sí mismas”, es decir, sin influencias externas y coacciones y sí conforme a su personalidad y convicciones.
Es evidente que en el terreno político se observa un progresivo deterioro de la autenticidad de los políticos y de sus mensajes. Incluso en éstos es difícil determinar cuáles son sus verdaderos orígenes y raíces pues hasta se ha llegado a decir que la propia caída de la socialdemocracia obedece entre otras causas “a morir de éxito”, es decir, a ver incorporadas sus más importantes reivindicaciones sociales a los programas de los demás partidos.