Mientras Francia y Bélgica decretan el toque de queda, Italia hace lo propio con las tres grandes ciudades del país, Gales ha sido el primer territorio de nuestro ámbito que ha vuelto a un confinamiento “estricto” y toda Europa toma medidas drásticas para hacer frente a la oleada de contagios, aquí andamos a estas alturas con dudas sobre el qué, el cómo y el cuándo.
Aquí andamos con las comunidades autónomas adaptándose como buenamente pueden a los escenarios cambiantes derivados del virus; sin seguridades jurídicas, al albur de lo que autoricen unos Tribunales superiores de Justicia sin normativa común al respecto, y con un Gobierno central que ni come ni en algunos casos deja comer.
La ciudadanía no entiende, por ejemplo, que el Ejecutivo impusiera por las bravas el estado de alarma en Madrid y no haya hecho lo mismo en otras zonas con cifras y ratios de contagios mucho peores. Como si estuviera decidiendo en clave política y tuviera miedo escénico a intervenir en determinados territorios.
Tampoco parece muy de recibo que mientras Sanidad decide si procede y cómo el toque de queda bajo el paraguas del estado de alarma, algunas comunidades ya hayan aplicado por su cuenta lo primero sin lo segundo. Quince Administraciones regionales con competencias, quince mandos. Desbarajuste total. O lo que es lo mismo: desorden y confusión, tal como define la Academia de la Lengua.
Ya a raíz de los repetidos estados de alarma, desde la oposición y desde algunas comunidades autónomas como Galicia se insistió en la necesidad de una norma que sirviera de base jurídica sólida para hacer frente a la pandemia.
Aquel decreto ley (9.06.20) de medidas “urgentes” de prevención, contención y coordinación duerme el sueño de los justos. Lo mismo que las recomendaciones del dictamen parlamentario surgido de la Comisión de Reconstrucción. El caso es que siete meses después de haber sonado las primeras alarmas, ahí seguimos: manejando normativa del siglo pasado –la ley general de Sanidad data de 1986- para una situación sanitaria sin precedentes.
Falta, en definitiva, lo que el profesor Andrés Betancor ha llamado un Derecho de la pandemia; el Derecho de la nueva normalidad en que la posibilidad de contagios derivados de los inevitables contactos humanos cada vez más globalizados deberá ser abordada con medidas de salud pública que necesariamente deberán incluir la intervención de derechos fundamentales.
Se trataría de una ley orgánica –iniciativa del poder central- que, amén de incluir un régimen sancionador, deberá especificar de qué derechos se trataría, qué recortes podrían sufrir, en qué condiciones, durante cuánto tiempo y, sobre todo, quién los podría acordar. Como bien se comprenderá, este aspecto es especialmente relevante en un Estado tan descentralizado como el nuestro.
Una norma, en definitiva, que dispense seguridad; esto es, esa suma de legalidad y certeza que reclama la doctrina constitucional.
Mientras así no sea, todo lo demás no dejará de constituir cataplasmas para seguir tirando. Malamente tirando.