Lo que no está en internet no existe. Para mal, cuando lo que queremos es que nos conozcan; y para bien, cuando necesitamos recuperar nuestra privacidad. Esa telaraña infinita en la que comparten espacio la información, el rumor, la sospecha, el comentario malintencionado y la mentira nos atrae por lo que tenemos de curiosos, por nuestra ansia de saber. Saberlo todo y saberlo ya. Y nos atrapa desde el momento en que nuestro nombre aparece en un ordenador.
Puede ser una noticia de hace diez años, una foto subida por otro -o por nosotros mismos, antes de arrepentirnos-, un registro obsoleto o una mención de la que no tenemos siquiera idea. Estamos ahí, expuestos a los ojos de cualquiera con interés en nuestra vida y una conexión a internet. Abiertos en canal e indefensos. Las palabras se las lleva el viento, pero lo que está en Google se queda grabado a fuego en el ciberespacio. Nuestro yo digital no nos pertenece. Somos lo que el gigante de las búsquedas dice de nosotros. Hasta ahora. La red tiene un agujero. Lo ha abierto un coruñés a base de tesón.
No buscaba el derecho al olvido, en su punto de mira solo estaban los datos irrelevantes –por desactualizados– sobre una persona o los que pueden ofenderla o atentar contra su dignidad. Más que suficiente para un paso que parecía imposible de dar sin tropezar contra un muro legal. David y Goliat en el siglo XXI. Con un héroe que se llama Mario y que ha hecho que el todopoderoso rey de la red se incline ante él. Le debemos el poder recuperar el control. Aunque sea un poco.
Hace tiempo que el universo digital se nos fue de las manos. Nos perdimos emocionados en la inmensidad de ese todo que nos ofrece sin preocuparnos por el hecho de que nosotros también nos estábamos ofreciendo. Regalando intimidad, ideas e imagen. Quizá no nos dimos cuenta; o pensamos, como se suele pensar de las novedades que nos deslumbran, que no había posibilidad de que se volviese en nuestra contra. Es muy difícil labrarse una reputación y mucho más aún mantenerla. En la vida diaria y en internet. Lo bueno de los humanos es que no tenemos una memoria ilimitada. Las historias tarde o temprano se olvidan. Solo nos falta que la red también nos dé ese respiro.