Pasos cortos, vacilantes a medida que acercan a la puerta de la clase y la mano diminuta que se aprieta con toda la fuerza de la que es capaz. Los ojos suplicantes, “mamá, cógeme en brazos”, con la esperanza de volver a casa. Y, finalmente, las lágrimas. Criaturas de tres años que no encuentran consuelo al creer que sus padres están a punto de abandonarlas en ese nuevo mundo lleno de desconocidos. La mayoría, tan perdidos y llorosos como ellos. Imposible ver las imágenes cada año sin enternecerse. Es la vuelta al cole. Un reportaje amable, una noticia de relleno en el informativo, en el bloque de lo intrascendente. Con los récords y las curiosidades.
Nos quedamos con el niño que llora en el suelo del aula en ese primer día de clase, pero hay más. Como la reducción de los profesores en centros que ya no se pueden permitir atender a los más rezagados o mantener las actividades extraescolares. Porque faltan manos y material. Cuadrar el horario es un sudoku imposible en el que los profesionales de la educación se han convertido en una suerte de malabaristas que a primera hora enseñan la tabla del siete y a cuarta buscan financiación para cartulinas y pegamento, mientras se adaptan al plan que el Gobierno haya decidido implantar este año.
Quizá los padres conscientes de que el sistema escolar al que entregan a sus hijos está lejos de corregir sus deficiencias por culpa de las decisiones administrativas que priman lo económico sobre lo formativo también deberían echarse a llorar. Patalear por los recursos a los que sus pequeños no podrán acceder. A los que ven el colegio como la incubadora en la que mantener a sus niños calentitos y entretenidos hasta que llegue el momento de sacarlos al mundo adulto la foto del llanto del primer día será todo lo que les interese del curso escolar. Son los que, dicen los analistas del tema, nunca preguntan a sus hijos cómo les va en clase. Y esos alumnos los que, años después, aumentan los porcentajes de jóvenes sin más ocupación que desgastar el sofá familiar.
Quizá la imagen del primer día de clase a la que nos han acostumbrado en los últimos años sea más premonitoria que inocente. Puede que, después de todo, sea el cierre perfecto del círculo.