Anadie puede extrañar que se haya consumado el desafío soberanista cometido por el Parlamento de Cataluña con la admisión a trámite y posterior aprobación de la Ley del Referéndum y la inmediata firma posterior, por parte del Govern, de su convocatoria para el día 1 de Octubre.
Lo anterior no constituyó ninguna sorpresa. El proceso soberanista no surgió por generación espontánea ni fue fruto de un momentáneo delirio político, sino que nació, creció y se desarrolló ante la pasividad del Gobierno y la inepcia de una Oposición más preocupada por recomponer sus filas e ideas que de atender al interés general.
El Estado, por su parte, confió en que el separatismo podría ganar “batallas” pero no la “guerra”. Ante esa ingenuidad política, el soberanismo, como corredor de fondo, consiguió avanzar, de hecho e impunemente, en sus fines independentistas, logrando que la seudo legalidad autonómica se impusiera a la legitimidad democrática constitucional.
Lo anterior explica la preocupación e inquietud de la sociedad en su conjunto, que asiste sorprendida a la desaparición paulatina del Estado en uno de sus principales territorios, todo ello, con las naturales secuelas negativas para la indefensa población catalana no separatista.
Si el que avisa no es traidor, el proceso de desconexión de Cataluña con España no se puede decir que se produjera sin previo aviso o por sorpresa, todo lo contrario, vino durante mucho tiempo incumpliendo las leyes del Estado y las resoluciones de los Tribunales, ante la ineficacia probada en la exigencia de su cumplimiento.
La anterior situación de duplicidad legislativa, la del Estado, obligatoria e incumplida y la de la Autonomía, impuesta coactivamente, sometió a la sociedad catalana a un caso claro de “esquizofrenia política”, que los catalanes tienen que sufrir sin que el Estado corrija y resuelva dicha situación.
Excusado es decir que la legitimidad del Parlament y la elección democrática de sus miembros, ni garantiza ni impide que sus actos puedan ser manifiestamente ilícitos, ilegales o antidemocráticos. En una palabra, la legitimidad del órgano no basta para que sus acuerdos y resoluciones sean legítimos.
El derecho al voto no es, sin más, garantía democrática, si dicho derecho se ejercita para la aprobación de normas que conculquen otras de superior rango jerárquico. También se incumple la ley cuando no se respeta el orden y prelación de su obligatoriedad y eficacia.