es ya tradición en el Congreso de Diputados que sus señorías aplaudan a su jefe de filas. Lo hacen con razón o sin ella. La cosa es aplaudir para dar calor al jefe, aunque muchos de estos aplausos sean, en algunos casos, un tanto impostados.
En política es obvio que se aplaude siempre al que manda y con la misma facilidad que se aplaude al que está, se aplaude al siguiente.
En política todo es muy efímero. En los últimos tiempos, el aplauso por excelencia _en el terreno político_ ha sido el organizado en Moncloa para recibir al Presidente del Gobierno tras el acuerdo alcanzado en Bruselas. No solo se organizó sino que se distribuyó como gran producción. Hasta donde me alcanza la memoria nunca había ocurrido. Ni con Felipe González, ni con Aznar, ni con Zapatero, y todos ellos tuvieron que bregar con situaciones nada fáciles también en Europa.
Ni desdeño ni infravaloro el trabajo del Presidente, que según sus propias palabras ha sido extenuante, aunque no tanto como el que desarrollan aquellos que trabajan en el andamio; pero la producción de Moncloa indica hasta que punto se da importancia al marketing, que en el fondo infantiliza la política. Hay que ver como se afanan en dar solemnidad a todo lo que se hace y nada de lo que se ha hecho, como el acuerdo con los agentes sociales, es algo ex novo en nuestra democracia. Lo mas novedoso ha sido ver en todos estos actos al vicepresidente segundo, que en el caso del acuerdo con Europa hubiera aplaudido cualquier acuerdo. El logrado y su contrario. Basta con una libre interpretación del mismo para que Pablo Iglesias se sienta cómodo.
¿Donde va estar mejor que en el Gobierno?. Ahí esta y ahi va a seguir estando. Ni él se va a ir, ni Pedro Sánchez va a prescindir de él. Y hablando de aplausos, todos tenemos en nuestra memoria como poníamos en movimiento nuestras manos durante el estado de alarma. Los sanitarios se los merecían con creces y creo que todos volveríamos a hacer lo mismo. Pero cuidado con tanto aplauso. Cuando salíamos a los balcones o a las ventanas queríamos pensar que todo iba bien, o iba a ir mejor. Por unos minutos se rompía el silencio, se conjuraba la ansiedad y el miedo mientras en los hospitales la gente moría sola y nuestros sanitarios se dejaban la piel.
Ahora solo se aplaude en Moncloa y en el Congreso, mientras la irresponsabilidad manifiesta de miles de ciudadanos, la mayoría jóvenes, nos puede llevar a donde no queremos volver. Va a llegar un momento en el que no serán suficientes las recomendaciones, porque está visto que no hacen mella. Habría que producir para los irresponsables un buen reportaje de lo que supone el Covid-19, de lo que se sufre, de sus secuelas. Esto es lo que no han hecho quienes ahora aplauden. No nos han dejado ver los horrores de la enfermedad. solo una foto robada de la morgue del Palacio de Hielo. Ahora, compre usted una cajetilla de tabaco y verá como se le pone el cuerpo con imágenes impactantes.
Los aplausos tienen algo de peligroso. Sirven, en ocasiones, para acallar lo que no que queremos aceptar, lo que no nos gusta ver, para hacernos creer fortalezas que no existen. Los responsables políticos se los deben creer lo justo y nosotros no nos podemos engañar, ni dejar que esos aplausos nos engañen. Basta con observar la realidad para entender que España no esta, precisamente, para aplausos.