El Estado...

La soberbia es un pecado de orgullo. En sí misma no es un delito moral, pero constituye una de las columnas donde Wenceslao Fernández Flórez cimenta el mundo. Albert Rivera, quizás como daño colateral de los catalanes independientes, ha sido contagiado por su locura. Cosechar cuatro votos de castigo de sus competidores le ha hecho transformase en Adolfo Suárez. O definirse, sin careta, con la frase de Luis XIV –“el Estado soy yo“– -como manipulador absolutista de la política española. Pero gobierno y Estado no son términos equivalentes. El primero es transitorio, fruto de la oportunidad, sonido de flautista casual... El segundo es lo que está, lo que permanece, lo que atiende a la generalidad de los ciudadanos. Y Albert Rivera, sin ningún rubor, intenta por todos los medios fichar a desencantados de otros partidos.
Cambiar, si son opciones razonables o correcciones necesaria hechas humildemente, es de sabios. No obstante, cambiar el discurso político como quien desvía un canal de riego, demuestra simple demagogia y oportunismo. Promete un horizonte y después lo cambia sin ninguna vergüenza. Balar de borregos tras el perro del hortelano que ni come ni deja comer. Obnubilado por las sumas aritméticas sobre si el triunfo de Inés Arrimadas debe explotarse con audacia, mientras un día afirma una cosa y al día siguiente la contraria. Un sin sentido de los eruditos del partido “naranja”.
Tengo la sensación que los votantes de Cs esperan y creen más que lo que es la “realidad” del partido. Hasta hoy no ha acreditado nada en labores de gobierno. Tampoco se ha comprometido en el bucle inveterado. Ni luchador contra el separatismo en horas bajas ni arrogante a disputar –claro del bosque, luna trémula, padrinos y parafernalia– el duelo que aplaudirían todos los españoles. Es su momento. Debe actuar aunque sabemos también que los dioses ciegan a quienes quieren perder...

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