La tragedia incivil española (1936-30) y sus sucesos culturales, fue cruel, injustificada, durísima, sangrienta, inexplicable como cuando las voces son sustituidas por las balas, retumban obuses en las trincheras, se cierran periódicos, queman iglesias, expulsan religiosos, proliferan checas, abundan “paseos” al amanecer y las cunetas se siembran de cadáveres... Un silencio clamoroso nacional entonando el mea culpa por hacerse con el poder. Tanto rogelios con su revolución proletaria como los fascistas con su desacamisamiento político. Dos Españas que hielan el corazón. Todos víctimas porque todos son culpables. Aquella verdad del profesor Bairena que bien pudiera decirla Agamenón o su porquero.
Muchos olvidan que perdonar es amar. Resulta ininteligible si no aparece fundamento en la entrega y el afecto. Encima tampoco podemos creernos reyes del mambo y repartir a diestro y siniestro certificaciones de bondad o de iniquidad. Quien esté libre de culpa, que lance la primera piedra. Lo comenta muy bien José Luis Jiménez en su columna “Pazguato y fino” con ocasión del homenaje rendido por la Diputación Provincial de La Coruña a los alcaldes republicanos represaliados por el franquismo en 1936. Un nieto, Alfredo Suárez, habla del asesinato: “Para perdonar, el que agrede tiene que pedir perdón”. ¿Vale tal recriminación transcurridos ochenta años del levantamiento de Franco y cuarenta de la restauración democrática española? ¿O falta madurez y comprensión respecto al setenta veces siete? Porque aquí los aciagos sucesos corresponden a otras generaciones históricas responsables y nadie puede echar sobre nuestras conciencias delitos como haber cooperado al homicidios de Viriato, traicionar a Leónidas en las Termópilas o participar como conjurado contra Julio César. Frase sutil que proyecta sobre los ciudadanos líneas rojas peyorativas. ¿Buscamos pecados no cometidos por demócratas inocentes?