La caridad, como virtud evangélica, está basada en el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Es el amor a los demás la fuente y el motor principal de la caridad; en cambio, la solidaridad es un deber ético y humanitario que nos impulsa a “condolernos” del mal y dolor ajeno y a contribuir, voluntaria y desinteresadamente, a remediarlo arriesgando, incluso, la propia vida.
Es innegable que los seres humanos reaccionan más rápida y abnegadamente ante una catástrofe que ante cualquier otra eventualidad de la vida.
El hombre difícilmente soporta el dolor, tanto propio como ajeno, pues en este último caso la solidaridad consiste en “ponerse en la piel del otro” y reaccionar movidos por el deber de socorrerle y ayudarle.
No cabe duda, que la sensación de dolor y sufrimiento que experimenta todo ser humano ante las desgracias ajenas está sujeto y condicionado a las circunstancias de lugar y tiempo.
Por ello, es fácilmente comprobable que cuanto más próxima o cercana se produce una desgracia, tanto en el tiempo como en el espacio, mayor es la solidaridad que despierta la necesidad de satisfacerla. No nos conmueve de la misma manera y con la misma intensidad una desgracia totalmente alejada de nuestro entorno, como la producida en nuestra cercanía o proximidad. Parece como si el dolor fuese menor cuanto más lejos se produce. Y lo mismo ocurre con el tiempo, que a medida que transcurre y pasa la tragedia, menor es la fuerza e intensidad de la pulsión solidaria.
Las anteriores consideraciones nos revelan que la solidaridad se despierta, manifiesta y produce cuando nos invade el dolor que padecen los demás y nos sentimos obligados a repararlo, mitigarlo o evitarlo.
No es, pues, la solidaridad moneda de uso corriente en la vida social de las personas; pero, en cambio, es un impulso necesario y humanitario en las circunstancias más graves producidas por las mayores calamidades y emergencias.
Ya Aristóteles decía que, “en las calamidades sale a la luz la virtud” y Sófocles sentenciaba que, “la obra humana más bella es la de ser útil al prójimo”.
En definitiva, la mejor definición de solidaridad corresponde a Lewis Carroll sosteniendo que, “uno de los secretos profundos de la vida es que lo único que merece la pena hacer es lo que hacemos por los demás”.
En conclusión, podemos decir que la solidaridad no solo se debe practicar en casos de graves calamidades como terremotos, incendios, inundaciones o guerras, sino también en todos los casos de graves abusos e injusticias sociales que padece la humanidad, pues solidaridad es el sentimiento que nos mueve a actuar sin esperar nada a cambio o, como dice el escritor Juan Bosch, “quien no vive para servir, no sirve para vivir”.