Q ue nunca llueve a gusto de todos en una ciudad en la que antes te olvidas las llaves de casa que el paraguas es casi una paradoja. Y sin embargo es el análisis, año tras año, de las fiestas de María Pita. Será por esa condición de críticos implacables que llevamos grabada en el ADN que no hay mes de agosto en el que no se escuchen tantas protestas como conciertos haya programados.
Para esos polemizadores curtidos en años de discusiones que habitan los hogares coruñeses –el que disfruta haciendo del comedor un foro de debate, la que lleva la contraria como estilo de vida, el que prefiere morderse la lengua a decir una palabra amable– es su momento de gloria. Cada día una oportunidad de recrearse en la queja y mejorar la técnica de la burla. Un paraíso de reproches.
Porque lo mejor de la crítica es que todo vale. No es siquiera necesario tener más argumento que el de “no me gusta”. Así, se puede ir desmenuzando la agenda de actuaciones entre “a estos no los conoce nadie” y “otra vez los mismos”, dos de las principales tesis de todo buen quisquilloso. Tengo un amigo que dice que alguno de los artistas de este año ha venido tantas veces a actuar que ha acabado por comprar casa en la ciudad. Es fantástico enfrentarlo a otro que echa pestes por que se apueste por grupos emergentes locales de los que no tiene referencias. Inevitablemente, la conversación deriva entonces hacia los estilos musicales. Que nunca son los acertados. Está el reproche feroz hacia los conciertos para mamás, los de esos cantantes en los que el público femenino más cerca de la jubilación que de la universidad es el mayoritario. En el polo opuesto, los conciertos para adolescentes, con algún triunfador de las radiofórmulas. Y, por último, los conciertos para nostálgicos; grandes nombres del panorama musical décadas atrás. Es la clasificación a grandes rasgos de los guardianes del buen gusto musical, esos a los que solo consigues callar cuando les preguntas cuál sería su elección. Destruir siempre ha sido más fácil que proponer.
Hay que reconocerles, eso sí, su tenacidad. Ese gesto indignado y esa determinación de preferir quedarse solo en casa a ir a un espectáculo que atenta contra su dignidad como criticón. Se lo agradecemos. Que en los conciertos no cabe más público.