Cuentan por ahí que la Navidad es esa época del año en la que, quien más o quien menos, está obligado a ser feliz, aunque solamente sea por un rato.
Parece ser que, durante ese periodo de tiempo, no solamente tenemos que estar participativos en la alegría y el jolgorio colectivos; sino que es de obligado cumplimiento contribuir al festín haciendo acopio de la mayor felicidad posible para que no decaigan las expectativas del personal que nos rodea.
Atrás parece haber quedado una pandemia que ha matado durante este año a miles de personas que, en el mejor de los casos, no se sentarán en otra mesa que no sea la celestial.
De pronto y, como por arte de magia de Papá Noel, nos programamos o programan para vivir las fiestas con la intensidad de otros tiempos y para tratar de preservar que nada ni nadie nos las toque. Al margen de muertos o de infinidad de familias pasándolas económicamente canutas por los cierres de sus empresas o por caminar por la cuerda floja de las mismas; parecemos estar obligados a gastar nuestro dinero y a tratar de divertirnos como si nada pasara, con el flaco pretexto de que la vida sigue. Y, mientras, aguardamos con no poca reticencia y demasiada desconfianza, una vacuna que es lo único que merece ser celebrado.
Por supuesto que hay que seguir tirando del carro, pero sin sacar los pies del tiesto y sin echarle la culpa a los políticos por su poca generosidad en lo que a apertura de medidas se refiere. Alejémonos de los patrones de los anuncios de unas grandes superficies que buscan facturar lo que perdieron durante dos mil veinte, y busquemos la alegría en la contención propia de una guerra que parece terminarse y en dar apoyo y consuelo a aquellos que más la están sufriendo.
Procuremos no olvidar que la verdadera felicidad no se encuentra en esta época del año, sino en amar, ayudar, empatizar y comprender al prójimo. Seamos personas y, a poder ser, buenas… y, por favor, extendamos esta forma de vivir al resto del año para hacer de este planeta trasquilado un lugar mejor. Pongamos nuestro granito de arena individual, para lograr una montaña colectiva. Regalemos si podemos, sin alardes ni exhibición. Cenemos y comamos, si nos dejan, con algunos de los nuestros y con las medidas necesarias para evitar contagios que nos trasladarían de inmediato a un escenario de confinamiento similar al de marzo y que acabaría con la alegría y el alborozo de muchos que ni lo sospechan.
Habrá muchas más Navidades para casi todos y, también, un montón de primaveras y de veranos; pero debemos comprender que estas en las que vamos a zambullirnos de cabeza son especiales y, como tal, hay que tratarlas. Respetando las normas para no tener que bajar diez escalones que la mayoría de la población no se puede permitir y, también, esperanzados. Porque es en la esperanza donde reside la ilusión y he ahí la clave de una felicidad futura persistente.
No nos distraigamos de nuestro objetivo: volver a vivir como sabemos y queremos. No hagamos tonterías jugando con fuego, ni nos lamentemos por no poder disfrutar tanto como nos gustaría.
Tengan ustedes una feliz Navidad en guerra. Pásenlo bien recogidos. Procuren no caer en la trampa de lo que pudo haber sido y no fue, sean buenos y solidarios y, sobre todo, miren hacia delante con ilusión, porque el mejor de los regalos es una bandera blanca en forma de vacuna que está asomando su pata por debajo de la puerta y que es lo único que nos devolverá la vida que se nos está robando, sea Navidad o treinta y uno de marzo.