La reunión de Pedro Sánchez y Pablo Casado, el miércoles, en Moncloa duró casi dos horas. Llevaban más de seis meses sin hablar cara a cara de cara a la opinión pública. Pero de entonces a acá, las cosas no han cambiado demasiado, por no decir nada. Si en algo han coincidido columnistas y editorialistas ha sido en que el encuentro transcurrió como estaba previsto y que el balance del mismo estaba escrito de antemano.
Por aquello de afianzar su condición de alternativa Casado no se movió de su negativa a pactar los Presupuestos generales del Estado, aunque, como lleva haciendo desde hace tiempo, sí reiteró el ofrecimiento de acuerdos varios. Por su parte, el presidente del Gobierno no necesita el apoyo del Partido Popular. Con los socios de investidura, más el acercamiento de Ciudadanos –que veremos a ver en qué queda- y los flecos de los superminoritarios que nunca faltan a la cita, le llega y le sobra para sacar adelante las cuentas públicas.
Pactará lo que sea con los nacionalistas. Ya ha vuelto, por ejemplo, a emerger el fantasma de la mesa de diálogo con Cataluña, que algún día llegará. Por tanto, lo que el Gobierno intenta con su presión sobre el PP es sostener una caricatura inmovilista del principal partido de la oposición; esa que a brochazos trazó –una vez más- la agresiva portavoz María Jesús Montero, hasta el punto de situar al PP “fuera de la escena política” y declarar que con Rufián les une el amor por España. Sic.
Acuerdos con los populares - y nada digamos de pactos de mayor calado- no le han interesado nunca a Pedro Sánchez. Ni antes ni ahora. Ni sin pandemia ni con pandemia. Disfrazado de hombre de Estado en sus comparecencias públicas, lo que en realidad está practicando con los intereses nacionales es una política pura y dura de partido para atornillarse en Moncloa. Y por tanto, al principal partido de la oposición, ni agua.
Como ya ocurrió en la escénica intervención ante directivos del Ibex y más allá de algunos enunciados difusos sobre los grandes ejes de su plan para la reconstrucción del país, Sánchez está tardando en desgranar y concretar sus propósitos al respecto. Tal vez porque su socio del alma, Pablo Iglesias, no deja de apretar y exigir.
El presidente, sin embargo, insiste en sus llamamientos a los partidos de la oposición, y con especial énfasis al PP, para “arrimar el hombro”, lo que, a su juicio pasaría por un apoyo sin fisuras, casi a toque de silbato, a los presupuestos del Estado. Es la vieja matraca.
Sea como fuere, lo que Pedro Sánchez no puede pedir es un ejercicio de fe ciega cuando tan evidentes han sido sus fallos a lo largo y ancho de dos años de gobierno. Mucha palabrería, pero pocos papeles. Y poco sentarse a negociar de verdad.