Son y han sido muchos los filósofos, científicos y literatos que han buscado cuando no refutar, fundamentar al menos la paradoja de Zenón, esa que habla de la imposibilidad de Aquiles de ser más veloz que la tortuga. Explicaciones y especulaciones en ambos sentidos llenas de juicio, imaginación y belleza.
Sea esta mi humilde contribución a ese juego, a ese jugar con la razón que con tanta perspicacia intelectual introdujo el sabio de Elea en su enigmática Aporía. Toda una invitación a pensar, todo un pensamiento. Aventuro humildemente que cada acto del ser humano cuando es pleno, y lo es cuando este es consciente de que lo realiza, ya sea en el plano activo o en el contemplativo, se torna eterno.
Consciencia que marca sin dudas la profunda y sostenida vibración del espíritu, capaz de conmover a esa entidad cósmica que habita en nosotros entre el latido y la idea. Mágico instante en el que nos es dado consolidar un leve espacio en la construcción real del universo; constituyéndose en un cosmos particular e impenetrable a aquel que no ha sido actor y autor de él. Es decir, cuando la tortuga da un paso fiero en el instinto de no dejarse alcanzar constituye un espacio que le es vedado al veloz héroe, por lo que la posibilidad de alcanzarla se convierte en un imposible. Puede dejarla atrás, pero no vencerla en ese trecho que para él ya no existe. En esa indescifrable escala métrica, Aquiles es efectivamente derrotado.