D os grandes artistas y una orquesta en el programa de abono de este viernes. El primero de ellos, Michail Jurowsky, es un director que necesita pocos movimientos de su batuta para hacerse notar. Tras su paso por esta misma sala hace tres años, volvió a Palacio para dirigir a la OSG en un programa de corte ruso en el que el significado de la simbología relativa al número tres tuvo más trascendencia de la que pudiera parecer.
El segundo, el pianista Barry Douglas, tampoco necesita presentación. Ganador de prestigiosos premios internacionales, desarrolla una carrera profesional como pianista y director, siendo miembro fundador de la “Camerata Ireland”, con la que ofrece variados recitales.
El círculo lo cerró la OSG que, últimamente, y quizá de manera más evidente, tiene sus garras afiladas, no dejando pasar ninguna oportunidad para lucir el arte que le acompaña.
En cuanto al programa, dos obras largas, diferentes, fueron más que suficientes para que los músicos y el público disfrutáramos de una velada magnífica, tanto en lo netamente musical, como en los aspectos más claramente interpretativos.
El “Concierto Nº 3, en Re m Op. 30”, de Rachmáninov, a pesar de su duración y espesura, convenció al público que valoró, por un lado, los arduos esfuerzos técnicos y por otro la altísima y refinada capacidad interpretativa del ejecutor: Barry Douglas. Su versión brilló en cada uno de los detalles especiales que esta partitura encierra y que Douglas leyó e interpretó de manera admirable.
Desde el primer y octavado “inocente” tema del primer movimiento, sencillo en apariencia y con una inequívoca tendencia en su dirección, hasta los detalles más delicados del segundo movimiento, Douglas construyó una versión digna de ser recordada. Sutileza, dinámica, fraseo y, especialmente, un sentido rítmico marcadísimo confirieron a su interpretación un sello particular, de gran categoría: una versión de autor.
Se habla en diversos foros y publicaciones de la dificultad sobrehumana de este concierto, pero la solvencia y musicalidad de este pianista constituyeron el armazón de un discurso pianístico de altísima calidad.
La “Sinfonía Nº 3”, de Prokófiev, posee un mundo tímbrico que dista mucho del de Rachmaninov, aunque los dos fueran tocayos, que sólo eso. La diferencia compositiva en el tiempo no es suficiente para esta distancia cósmica en el resultado expresivo y sonoro de ambas piezas. La OSG estuvo perfecta, atenta a cada cambio dinámico, y Jurowsky, al final, consiguió levantar al público de sus asientos.