Hace cuarenta años, en 1981, se cerraba la que fuera la primera instalación radioactiva de España, la primera fábrica comercial de concentrados de uranio, que se emplazó en Andújar (Jaén) y que ahora, desde 1994, yace de forma discreta bajo un gran montículo de tierra cubierto de hierba.
La conocida como fábrica de uranio de Andújar (FUA), fue explotada hasta su cierre por la Junta de Energía Nuclear (JEN), creada en 1951 por orden de Franco y en un momento en el que todavía no se conocían los efectos de la radioactividad.
El lugar elegido para su construcción, junto a las vías del tren y de la antigua N-IV, y a orillas del río Guadalquivir, no podía ser mejor en cuanto a ubicación, sin embargo, entonces no se tuvieron en cuenta los efectos adversos para la salud, tanto de los trabajadores y sus familias como de las personas que vivían cerca.
Apenas queda en la actualidad una veintena de sus casi 200 trabajadores y los que han sobrevivido sufren las consecuencias de la exposición a la radioactividad y la inhalación de polvo de uranio, jubilados por enfermedad, con familiares muertos, dolores permanentes o cáncer.
Manuela Barroso vivía en los años cincuenta en el interior del recinto de la FUA, mientras se edificaba la fábrica, ya que su padre, marino de profesión, se trasladó desde Ayamonte (Huelva) para trabajar allí de vigilante de seguridad.
Ella recuerda como siendo una niña de 12 o 13 años jugaba con "las piedras de colores" que llegaban allí desde las minas, y como a los 14 entró a trabajar en el laboratorio, donde la única medida de seguridad era una bata que luego lavaban en casa.
Los padres de Manuela, que sufrieron durante años dolores y secuelas, la llevaron por primera vez al médico con 16 años, cuando comenzaron sus "dolores en los huesos" que no han cesado desde entonces.
Tras el cierre de la FUA, ella trabajó en su clausura, ya con la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos, S.A. (Enresa), y durante años en el Cabril, donde dice que se quedó "alucinada de las medidas de seguridad que había" y donde ha estuvo "muy a gusto" hasta jubilarse por enfermedad.
Irene Jiménez no trabajó en la fábrica, pero ha perdido por el cáncer a su marido, a su hermano que empezó a trabajar con 13 años, y a su padre, que fue "el primer chófer de la nuclear".
El mineral se trasladaba en camiones y vagones de tren, a cielo abierto, sin ninguna protección, e incluso los trabajadores lo cogían con las manos y se comían el bocadillo encima.
Manuel Navas y su mujer, ahora impedida en silla de ruedas, trabajaron también en la fábrica, un empleo muy bien considerado porque nada se sabía de los efectos de la radioactividad y los sueldos eran altos. "La gente se volvía loca por entrar a trabajar aquí, era entonces lo mejor que había en Andújar", asegura.
"Nadie sabía lo peligroso que era, ni siquiera los jefes" que vivían en el mismo recinto, a 50 metros de la fábrica, y que han fallecido casi en su totalidad, enfermos de cáncer, ni los trabajadores que se comían las frutas, las verduras, las palomas o los conejos que por allí se cultivaban o vivían.
Manuel Navas, que tiene que llevar parches de morfina para el dolor, comenzó a trabajar con construcciones militares en la edificación de la fábrica y después pasó por todos los puestos. Cuenta que las únicas medidas de seguridad que recibían eran "un mono, unas botas y unos calcetines", y que incluso el comedor "lo hicieron donde los bidones", recuerda.
La fábrica cerró después de 22 años y el refinado de unas 20.000 toneladas de minerales de uranio, pero no comenzó a desmantelarse hasta 1991, con Enresa, finalizando su sellado oficialmente en 1995.
Entonces comenzó un "período de cumplimiento", establecido inicialmente en diez años, pero que continúa vigente al no haber descendido las mediciones hasta los valores previstos, según datos del Consejo de Seguridad Nacional.